+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

26 de noviembre de 2016

|

131

Visitas: 131

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]on el Adviento entramos en un nuevo año litúrgico que gira alrededor de Jesucristo, Sol que nace de lo alto. La liturgia se abre con una visión de esperanza que es fruto de esa fe que sólo los hombres de Dios tienen el don de poseer. Porque se necesita fe para afirmar que un pequeño e insignificante pueblo, como era entonces el pueblo de Israel, se convertiría un día en el centro religioso y espiritual de todos los pueblos. Se necesita mucha fe para hablar de un mundo nuevo, renovado, en uno de los períodos más tormentosos de la historia de Judá, como era la segunda mitad del siglo VIII antes de Cristo: tiempos de guerras, opresión de los pobres, violencia, corrupción de los gobernantes…

«En los días futuros estará firme el monte del templo del Señor, en cumbre de las montañas…; hacia él confluirán todas las naciones. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No se adiestrarán para la guerra” (Is 2,1-5). Es la primera lección que nos regala Isaías, el profeta del Adviento: Una invitación a la esperanza y a la conversión, componente esencial de la esperanza: “Venid, caminemos a la luz del Señor”. Vivir el adviento significa rejuvenecer nuestra esperanza.

El primer movimiento es siempre de Dios, que por definición es el «el que viene». La Historia de la Salvación es la historia de una iniciativa divina que tuvo su plenitud en la Navidad, y que es permanentemente actualizada en la liturgia y en las innumerables venidas que constituyen el permanente Adviento que se extiende desde la Creación hasta la Parusía.

En el Adviento, más que el recuerdo de las venidas pasadas, domina el pensamiento de la venida futura. Dios, el que vino, es el que viene, el que vendrá. Por eso, hay que estar alerta.

Al invitar a la vigilancia, el Evangelio evoca los tiempos de Noé. Pero lo hace no tanto para recriminar el comportamiento disoluto de aquella gente, sino para que escarmentemos en cabeza ajena. Se describe a aquellos habitantes disfrutando de la vida como si ésta hubiera de durar siempre: «Comían, bebían, se casaban…». Necesitaron la dura experiencia de la destrucción y de la muerte para caer en la cuenta de que no eran dioses, de que necesitaban de Dios.

También hoy el progreso, el bienestar, la preocupación de lo inmediato nos puede anestesiar; lo inmediato puede hacernos olvidar lo esencial. Un perspicaz observador de nuestro mundo constata “la frivolidad y la ligereza en el planteamiento de los problemas más serios de la vida; la superficialidad que invade todo. Se descuida la educación ética o se eliminan los fundamentos de la moral, y luego nos extrañarnos por la corrupción de la vida pública. Se invita a la ganancia de dinero fácil, y luego nos lamentamos de que se produzcan fraudes y negocios sucios. Se educa a los hijos en la búsqueda egoísta de su propio interés, y más tarde nos sorprende que se desentiendan de sus padres ancianos. Cada uno se dedica a lo suyo, ignorando a quien no le sirva para su interés o placer inmediato, y luego nos extrañarnos de sentirnos terriblemente solos. Se trivializan las relaciones extramatrimoniales, y al mismo tiempo nos irritamos ante el sufrimiento inevitable de los fracasos y rupturas de los matrimonios. Nos alarmamos ante esa plaga moderna de la depresión, pero seguimos fomentan do un estilo de vida agitado, superficial y vacío…” (F.Ulibarri).

El grito de los viejos profetas de Israel vuelve a resonar en este adviento invitando a la vigilancia. Es el suyo un mensaje que acaricia y da seguridad; un mensaje que anuncia y que denuncia. Nos invitan a soñar despiertos y en traje de faena un mundo en que desaparezcan de la faz de la tierra el hambre y la injusticia, en que la dignidad de todo hombre sea reconocida, en que las espadas se tornen azucenas y el cielo se pueble de palomas en vez de proyectiles de guerra y de armas de destrucción masiva. Velar no es acumular sistemas de seguridad, blindar puertas y ventanas. Es estar atento al que viene como gracia y plenitud.      

El Adviento es preparación para la Navidad. Por eso, trae consigo el rumor de la cercanía de Dios, el presentimiento de que el Dios que es amor se hace Emmanuel y quiere estar con nosotros. Vivir el Adviento es creer de veras que es posible nacer de nuevo, con la gracia de Dios.