+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de diciembre de 2007

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Con el Adviento comienza un nuevo año litúrgico. Como sucede con el año solar, nos disponemos a recorrer un itinerario de gracia alrededor de ese Sol radiante de vida que es Jesús, nuestro Salvador. Y enseguida han saltado dos temas dominantes, dos movimientos: la venida del Señor y la vigilancia. Porque el Señor viene, hemos de estar en vela.

El primer movimiento es siempre de Dios, que por definición es el «elque viene». La Historia de la Salvación es la historia de una iniciativa divina permanentemente actualizada en la liturgia y en las innumerables venidas que, todas juntas, constituyen el permanente Adviento que se extiende desde la Creación hasta la Parusía.

Por eso, en el Adviento, más que el recuerdo de las venidas pasadas, domina el pensamiento de la venida futura, de una futura intervención que ya el Antiguo Testamento describe, con la belleza y creatividad propia de la imaginación poética, como tiempo de gracia : «Al final de los días el monte del templo del Señor se erigirá sobre la cima de todos los montes,… de las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas». La Navidad, que se avecina un año más, no es una simple evocación nostálgica de una vieja y maravillosa historia. Dios es nuevo cada día.

La existencia humana puede ser enfocada de dos maneras: Sin perspectiva de futuro o como semilla de eternidad .

Al invitar a la vigilancia, el Evangelio del primer domingo evocaba los tiempos de Noé y el acontecimiento, seguramente mítico, del diluvio. No lo hace para recriminar el clima disoluto de anarquía moral, que probablemente existía, pues tanto el libro del Génesis como la posterior tradición rabínica describen con severidad la depravación de los contemporáneos de Noé.

Jesús lo trae a colación con una finalidad catequética: la de evidenciar una falta de percepción justa de la realidad. Se describe a aquellos habitantes disfrutando de la vida como si ésta fuera a durar siempre: «Comían, bebían, se casaban…». A eso reducían el horizonte de su vida. Necesitaron la dura experiencia de la destrucción y de la muerte para caer en la cuenta de que estaban eludiendo las preguntas fundamentales, las referentes al sentido global de la existencia.

¿No se parece un poco o un mucho aquella situación a la de la humanidad de hoy? El progreso, el bienestar, la preocupación de lo inmediato pueden anestesiarnos. Lo urgente puede acabar haciéndonos olvidar lo esencial. No caemos en la cuenta de la fragilidad del mundo y de nosotros mismos hasta que una enfermedad grave o alguna catástrofe nos hace despertar.

El Evangelio, que es aliento para dar trascendencia incluso a lo más ordinario, nos alerta ante nuestra falsa apreciación. Jesús, que anuncia su venida gloriosa al final de los tiempos, viene permanentemente en medio de nuestras ocupaciones ordinarias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestras casas, en nuestras relaciones, quizá mientras vamos al volante de nuestro automóvil: «Dos hombres estarán en el campo, dos mujeres estarán en el molino, a uno se lo llevarán y el otro será dejado». Hay que estar en vela porque no sabemos el día ni la hora. De cualquier circunstancia podemos hacer un encuentro con Él.

Estar vigilantes no consiste en acumular sistemas de seguridad, blindar puertas y ventanas. No es eso. Es estar atento al que viene como gracia y plenitud, para abrir al hombre, frecuentemente cerrado sobre sí mismo, a Dios, a los demás, al amor, a la verdad, a la libertad, a la fraternidad. El Señor no viene anunciando ruina y destrucción. La ruina será sólo para lo injusto, lo malvado, lo que impide al hombre la realización plena en todas sus dimensiones; para las espadas y las lanzas, que se transformarán en arados y podaderas.

Nuestro mundo necesita la esperanza tanto como el oxígeno. Cuando uno no espera en nada se hace un candidato al suicidio o tiene que anestesiarse agarrándose exclusivamente a las satisfacciones inmediatas, hasta hacer depender de ellas el sentido de la vida.

El futuro, se ha dicho, será de quien sea capaz de ofrecer esperanza a los hombres. ¿Seremos capaces de hacer de nuestras comunidades cristianas verdaderos laboratorios de esperanza…?