Manuel de Diego Martín

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30 de abril de 2011

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Después de la muerte del Papa Juan Pablo tuve la suerte de ir dos veces a Roma. La primera con motivo de la canonización de los 490 mártires de la contienda española, ya que beatificaban a cuatro de nuestra diócesis, entre ellos a D. Fortunato párroco en Hellín, donde yo estaba como cura. Mi segundo viaje fue con motivo de la clausura del Año Santo Sacerdotal. En ambas ocasiones visité las tumbas de los Papas y me impresionó ver tanta gente, tan profundamente emocionada, rezando ante la tumba de Juan Pablo II. Había otras tumbas entrañables, Juan XXIII, Pablo VI, pero la que atraía gentes como un imán irresistible era la tumba del Papa polaco.

Recuerdo estando de misionero en África, en Burkina Faso, cuando Juan Pablo visitó este país. El mejor regalo que podíamos hacer a nuestros catequistas, esos buenos cristianos, que siendo agricultores más, se echaban la carga de cuidar de las comunidades cristianas en los poblados, era llevarlos a la capital para que pudieran ver al Papa. Cargamos la camioneta hasta los topes y vamos a Ouagadougou. Era indescriptible el gozo inmenso de estos hombres. Si santa Catalina de Siena decía aquello de que el Papa era el dulce Cristo en la tierra, yo creo que con el mismo fervor lo veían nuestros catequistas. Recuerdo la expresión de uno rememorando las palabras del sacerdote Simeón cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús que decía: “Ahora ya me puedo morir”. Pues esto decía nuestro catequista Antoine Goussa al ver tan cerca al Papa.

Poco tiempo después me tocó venir a España de vacaciones. Hacía cuatro años que no volvía. Me encontré por Madrid con algún compañero de la Universidad que más tarde dejó el sacerdocio. Desde su progresía, su postura ideológica radical de izquierdas, al salir en la conversación el tema del Papa, me dejó helado el corazón. Había ocurrido aquello de que Juan Pablo tiró un poco de las orejas en Nicaragua al poeta Ernesto Cardenal porque pensaba que un sacerdote no debe meterse en política, menos en un partido marxista; también se había pronunciado con reservas sobre la teología de la liberación, había frenado las secularizaciones de los sacerdotes, se mostraba más exigentes con ciertos comportamientos morales, y todo esto desquiciaba a mi amigo. Parece que no veía nada bueno en este Papa. Y me decía “este tío es un actor, un comediante.  No entiende la marcha de la historia, se está cargando el Vaticano II…”. Me dejó  muy triste y desconcertado. Han pasado muchos años y unos lo han visto con el entusiasmo de los africanos y otros, gracias a Dios no muchos, como mi amigo madrileño.

Ahora con perspectiva vemos cómo la historia pone a cada uno en su sitio. Nadie puede ignorar, o no querer ver la obra apostólica que este Papa, venido del Este, ha hecho en la Iglesia. El, más que nadie, puso la piqueta para demoler los muros de acero. El, mejor que nadie desenmascaró la mentira y la opresión que lleva dentro de sí el sistema totalitario marxista, porque así lo vivió. Fue el Papa de los grandes documentos sociales, de las grandes Exhortaciones de los Sínodos, de los grandes viajes a todo el mundo, de las Jornadas de la Juventud… ¡Cuántas cosas se pueden decir de este Papa! Pero la más grande es la que se dirá esta mañana en Roma ante el mundo entero. Fue un Papa santo, esto es lo que importa. Fue un hombre que vivió en fidelidad total y en un amor entrañable a Jesucristo. Cuando moría la gente clamaba “santo súbito”. Pues ahí lo tenéis, ya está en los altares.