+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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18 de abril de 2019

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]oy, hermanos, es Viernes Santo. Nuestro pensamiento y nuestro corazón se centran en la Cruz y en Cristo clavado en ella. Ante Cristo crucificado a muchas personas sin fe o con dudas de fe les sorprende la “aparente” (dicen ellos) debilidad de Dios, la impotencia de Dios, el fracaso de Dios, la muerte de Dios. Hoy es Viernes Santo y la liturgia de este día, centrada en la Cruz de Cristo nos recuerda a los cristianos el gran amor de Dios por nosotros, manifestado en Jesucristo, que entregó su vida en la Cruz para que alcanzásemos en El nuestra salvación. El camino hacia el Calvario nos enseña a todos a vivir, a querer y a asimilar el sufrimiento, la debilidad y la muerte. A caminar con El en nuestra vida cristiana.

Jesucristo, el Hijo de Dios, siendo inocente, muere en la Cruz por todos y cada uno de nosotros, por salvarnos de la muerte y del pecado y para darnos una vida eterna. Esta realidad nos pone delante el misterio de amor de Dios. Cristo muere por salvanos. El dolor y el sufrimiento humano son para todos una realidad incomprensible. Ciertamente, los sufrimientos del Señor nos desconciertan y entristecen. La visión de Cristo flagelado y coronado de espinas, las burlas y ultrajes de los soldados nos duelen y nos cuesta asumirlos. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí pues eso sería no comprender el sentido profundo del sufrimiento de Cristo y de quienes, por amor suyo, están también dispuestos a dar la vida por El.

En este día de Viernes Santo, es preciso recordar que los sufrimientos del Señor tuvieron y tienen un valor salvífico universal. Son el precio, altísimo, de nuestra propia redención, son el precio costoso de la gloria, de la vida eterna en el cielo. A muchas personas, incluso a muchos que se llaman cristianos, les cuesta comprender y aceptar el misterio del dolor y del sufrimiento, la cruz en su vida o en su entorno. ¿Cómo es posible que Dios permita tanto dolor y tanta pena?. ¿Si nos ama, por qué permite El, que es todopoderoso y amor, estas situaciones dolorosas?.

Hemos de tener presente que el mismo Dios que permite esta situación dolorosa, ofrece también el remedio y la ayuda para aceptarla y darla sentido redentor y llevarla con paz interior. El sufrimiento es siempre llevadero si uno recurre al Señor y le pide la ayuda que necesite. Dios es Padre y es amor; no nos deja indefensos. Además, hay que tener en cuenta que esos sufrimientos son a menudo remedio para nuestros males. Especialmente, hay que tener presente el valor salvífico del sufrimiento y saber, además, que no son comparables los dolores de la vida presente con los goces de la vida futura.

Muchas personas, ante la presencia de la imagen de un Cristo clavado en el madero de la cruz, han sentido alivio en sus propios dolores físicos o espirituales. Han sido muchos los santos y personas piadosas que, mirando a Cristo crucificado, han experimentado en su alma unas ansias inmensas de purificación y de amor. Ante Cristo crucificado millones de personas, de todas razas, lenguas y lugares, se conmueven interiormente ante el dolor, el escarnio y la muerte de un hombre inocente, Jesucristo, el Hijo de Dios, que por amor a nosotros y por nuestra salvación eterna, aceptó la crucifixión y la muerte.

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores… sus cicatrices nos curaron”. Estas palabras del profeta Isaías se refieren y aplican al “siervo de Yahveh”, a Cristo crucificado. Cristo sufrió por nosotros, sufrió por todos. Cristo quiso hacer suyos nuestros sufrimientos y nuestros dolores. Lo hizo por amor, porque sólo por amor se puede sufrir por los demás. Cristo quiere que, por amor, hagamos nuestros los sufrimientos de los demás, para salvarles a todos. En esta tarde del Viernes Santo ofrezcamos al Padre todos los sufrimientos que se nos hacen presentes en nuestra vida. Y hagámoslo por amor, por un amor que purifica y salva. A eso nos convoca Cristo clavado en la cruz.

Debemos aprender a aceptar nuestras cruces diarias. “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Jesús nos sigue invitando a que nos olvidemos de nosotros mismos y nos centremos en intentar hacer felices a los demás, en que caminemos por sus caminos y no por los nuestros, en facilitar que se cumpla su plan de salvación en nosotros. En la muerte de Jesús en la Cruz se nos muestra su fidelidad insobornable al plan de salvación de Dios. En la Cruz contemplamos el  amor y la misericordia de Dios. Por eso, Cristo crucificado es quién ha de guiar nuestro caminar por esta vida

Cristo muere en la Cruz y, desde entonces, la cruz, todas las cruces, han quedado impregnadas de su presencia y santidad. La Cruz se ha convertido en fuente de gracia. Y, desde entonces, en todas las cruces hay algo de Cristo, algo de redención y de gracia. Cristo y cruz van íntimamente unidos. No entendemos a Cristo sin la cruz, ni la cruz tiene sentido sin Cristo. El es el salvador del mundo, nuestro salvador, y lo realiza por su muerte en la cruz y su resurrección.

¿Cómo llevar la cruz?: como Cristo, con amor, con mucho amor, aceptándola como signo de salvación, con paciencia, en silencio, sin protestar, perdonando, abrazándonos a ella, dejándonos ayudar. ¿Cómo llevar la cruz?: como María, la madre del dolor, de la angustia, de la soledad, del amor hermoso, permaneciendo fieles y firmes junto a Cristo que sufre y muere en la cruz, y junto a tantas personas que ven su vida marcada por el dolor, la enfermedad y el sufrimiento.