+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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10 de febrero de 2019

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La Iglesia Católica celebra anualmente la Jornada Mundial del Enfermo, haciéndola coincidir con la Festividad de la Virgen de Lourdes (11 de febrero). En ella recordarnos esta realidad del ser humano y nuestro compromiso de amor de caridad hacia las personas enfermas o limitadas por la edad.

Este año, el Papa Francisco ha elegido como lema para nuestra reflexión e impulso de compromiso cristiano esta frase de Jesús en el Evangelio: “Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt 10,8). ¿Y qué hemos recibido gratuitamente por parte de Dios? De él lo hemos recibido todo: la vida, la salud, el tiempo, conocimientos, preparación específica, fe, esperanza, amor, experiencia de su amor divino, familia, amigos, la creación entera …, etc. Por ello, agradecidos por los dones recibidos, démoslos gratis y démonos gratis.

La Iglesia, como madre de todos sus hijos, sobre todo de los enfermos, recuerda que los gestos gratuitos de donación, de entrega generosa, como los que nos narra la Parábola del Buen Samaritano, son el camino más certero y la vía más creíble para la Evangelización. Al celebrar la Jornada del Enfermo recordamos, para llevarlo a la práctica, que el cuidado de los enfermos requiere profesionalidad y ternura, buen hacer y buen querer, expresiones de gratuidad inmediatas y sencillas, a través de las cuales se consigue que la otra persona se sienta “querida”.

La gratuidad humana es la levadura de la acción eficaz de los voluntarios, de los Capellanes de los Hospitales y Residencias de Mayores, y de los profesionales en el ámbito de la sanidad (médicos, enfermeros, celadores, …), que son tan importantes en el sector socio-sanitario, y que viven de manera elocuente la espiritualidad del Buen Samaritano. Os animo a seguir con vuestro compromiso de ser “signo elocuente” de presencia de la Iglesia en un mundo secularizado y que se aleja de Dios. Para una persona enferma o anciana, y para sus familiares, el voluntario, el sacerdote, el profesional sanitario…, es un amigo desinteresado con quien puede compartir sentimientos y emociones, y de quien recibe lo mejor que lleva dentro. El cristiano comprometido en esta realidad humana debe comunicar valores, virtudes, comportamientos y estilos de vida que tengan en su centro la actitud de la donación, de la entrega generosa y gratuita a ejemplo de nuestro maestro, Jesucristo.

La Iglesia Católica y su voluntariado están llamados a expresar el don de la gratuidad y de la solidaridad, el amor hecho caridad, rechazando la búsqueda única de un beneficio a toda costa, el dar algo para exigir recibir, el uso de la explotación que olvida el bien total de las personas.

La aportación del voluntariado en la acción caritativa de la Iglesia se hace cada vez más importante y necesaria. Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que atender. La caridad cristiana implica la respuesta a una necesidad concreta: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que recuperen la salud, los prisioneros visitados.

Los enfermos y ancianos requieren una atención cordial, salida del corazón. Esto supone dedicación al enfermo y al mayor con una atención cariñosa a la vez que profesional. Es muy importante que los voluntarios sean personas, hombres y mujeres, movidos por el amor de Cristo, personas cuyo corazón haya sido conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo.

Es importante también para el voluntario no perder su identidad cristiana en aras de una presumible eficacia humana. Las dos actitudes pueden trabajar juntas: profesionalidad e identidad cristiana, testimonio. El tiempo que podamos dedicar a un enfermo o persona mayor es un tiempo “santo”. No hay que esconder que es la caridad de Cristo quien mueve a los voluntarios. Y tampoco hay que olvidar que el voluntario debe estar dispuesto a dar razón de su fe, de sus actuaciones y de su esperanza a todo aquel que se lo pidiere. Para gozo de la Iglesia, hoy día encontramos muchos cristianos en el campo de la sanidad y atención a los mayores que dan testimonio de su buen hacer no solo con la palabra y su profesionalidad, sino mediante una vida entregada, fundada en la fe, sabiendo ser ojos para el ciego, pies para el inválido, y manos para el enfermo o el anciano que necesita ayuda concreta para lavarse, vestirse o alimentarse. Recordamos las palabras luminosas de Jesucristo, el Señor, que dan sentido a lo que hacemos generosa y gratuitamente: “Lo que hacéis a uno de estos hermanos míos más necesitados, a Mí me lo hacéis”.

Pensar en los enfermos y ancianos es hacer presente el mundo del dolor, del sufrimiento y la enfermedad. Ellos forman parte del misterio del hombre en la tierra. Ciertamente, es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios, pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento, el dolor o la enfermedad llaman a nuestra puerta. La «clave» de dicha lectura, la explicación, es la Cruz de Cristo. El Verbo encamado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, de explicación, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día de la Pasión y Muerte de Cristo, la Cruz, con Cristo clavado en ella, brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quién sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, la enfermedad, las limitaciones, iluminadas por la fe, se transforman en fuente de esperanza y salvación.

Que nuestra Madre del cielo, Santa María de Lourdes nos bendiga, nos proteja y prepare nuestros corazones para acoger y mantener en nuestras vidas la inmensidad del amor de Dios y volcarlo en la atención de los enfermos, mayores y más necesitados.