+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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8 de noviembre de 2019

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Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado desde la eternidad a la más alta vocación divina. Dios Padre quiso expresamente llamarnos a la vida, creó nuestra alma y nuestro cuerpo y nos hizo participar de su vida íntima mediante el Bautismo. Con este sacramento nos ha ungido con su unción espiritual, y nos ha marcado con su sello, y ha puesto en nuestros corazones el Espíritu Santo. Nos ha designado en la vida un cometido propio, y nos ha preparado amorosamente un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo después de un largo viaje.

Sin embargo, además de esta vocación radical a la santidad y al apostolado común a todos, Dios hace a cada uno un llamamiento particular. A la inmensa mayoría, con una vocación plena, les llama a vivir en medio del mundo para que, desde dentro, lo transformen y lo dirijan a Él, y se santifiquen mediante las actividades terrenas. Y a otros, siempre en menor número, les pide un alejamiento de esas realidades, dando un testimonio público, como almas consagradas, de su pertenencia a Dios. El Señor, de un modo misterioso y delicado, nos va dando a conocer lo que quiere de nosotros, la tarea que quiere que realicemos en esta vida, siempre en la perspectiva del Reino de Dios.

Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor llama a cada oveja por su nombre(Jn 10, 3).

La vocación es un don inmenso, del que hemos de dar continuas gracias a Dios. Es la luz que ilumina el camino cristiano. Sin ella, sin el conocimiento de esa voluntad específica de Dios que nos encamina derechamente hasta él, estaríamos con el débil candil de la voluntad propia, con el peligro de tropezar a cada paso. La vocación nos proporciona luz, y también las gracias necesarias para salir fortalecidos de todas las incidencias de la vida. En la vocación, la persona se conoce a sí mismo, conoce al mundo, y conoce a Dios.

Con la vocación recibimos una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal con Dios, a una vida de oración. Cristo nos llama a hacer de Él el centro de la propia existencia, a seguirle en medio de nuestras realidades diarias, y a conocer a los demás como personas e hijos de Dios, es decir, como seres con valor en sí, objetos del amor de Dios, y a quienes hemos de ayudar en sus necesidades y a vivir cerca de él y en él. 

El querer divino, la vocación, se nos puede presentar de golpe, como una luz deslumbrante que lo llena todo, como fue el caso de San Pablo camino de Damasco; o bien se puede revelar poco a poco, en una variedad de pequeños sucesos, como Dios hizo con San José.  Lo importante es reconocer y aceptar esa llamada y orientar la respuesta como María hizo en las Bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). 

El Señor nos eligió antes de la constitución del mundo. Y Dios no se arrepiente de las elecciones que hace. Esta es la esperanza y la seguridad de nuestra perseverancia a lo largo del camino, en medio de las tentaciones o dificultades que hayamos de padecer. El Señor es siempre fiel, y tendremos cada día la gracia necesaria para mantener nosotros esta fidelidad. 

Pero, junto a esta confianza en la ayuda divina, es necesario el esfuerzo personal por corresponder a las sucesivas llamadas y gracias con las cuales el Señor se hace presente en nuestras vidas. Nunca nos pedirá Dios más de lo que podamos dar. Él nos conoce bien y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. A la vez que supone nuestra sinceridad y la humildad de recomenzar.

Las lecturas de la Palabra de Dios que han sido proclamadas iluminan y corroboran estas afirmaciones anteriores. A través de Jeremías nos decía el Señor (te decía Álvaro): “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones”. La respuesta del elegido siempre es de temblor, de incertidumbre, pero la respuesta del Señor siempre es también clara y reconfortante:“Irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo…, y voy a poner mis palabras en tu boca” (Jr 1,4-9).

A través de la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso, el Señor nos ofrece unas santas y luminosas recomendaciones (hoy especialmente a ti, Álvaro): “Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed todos humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Y él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef 4,1-7, 11-13).

Y, en el Evangelio, san Juan nos introduce a través de las palabras de Jesús en la misma intimidad de Dios, en su corazón, en el inmenso mar del amor de Dios para que nos esponjemos y llenemos de El. “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn, 4,16). “Permaneced en mi amor. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Vosotros sois mis amigos. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15,9-17).

En estos instantes previos a la Ordenación Sacerdotal de Álvaro y su incorporación al Presbiterio Diocesano, los sentimientos del corazón se acumulan y están deseosos de salir a la luz. Seguro que les pasa lo mismo a sus padres, hermano y familia, así como a sus paisanos, a muchos sacerdotes y personas que han influido en su vocación y formación, sus entrañables amigos seminaristas, Alejandro y Saúl, y muchos fieles que le han conocido y querido en las parroquias por donde ha pasado en su etapa de seminarista y  diácono. Va a ejercer su ministerio ahora de una manera distinta, añorada, más plena, a veces dura, pero muy gratificante. Va a ser ordenado sacerdote de Jesucristo. 

Gracias Álvaro por tu fidelidad y perseverancia, por tu madurez humana y espiritual y por tu bondad y entrega. Gracias a aquellos que te han acompañado en el Seminario, Sres. Rectores de Albacete y Alicante, y formadores y profesores del Seminario de Orihuela-Alicante.

Para mí, como obispo de Albacete, eres el primer sacerdote al que consagro como tal, mi primer y nuevo sacerdote. Existe ya una vinculación afectiva, querida por Dios, de padre a hijo, de hermano y amigo. Así lo siento yo, y conmigo un grupo entrañable de sacerdotes que te están muy cercanos. No eres el único pues, si Dios quiere, y no tardando mucho, en su momento, serán ordenados para esta nuestra diócesis otros cuatro o cinco candidatos. Y, ojalá que el Señor y su Madre Santa María de Los Llanos nos bendigan con más seminaristas. La diócesis los quiere y los necesita. Es preciso seguir rezando, llamando a los corazones de otros jóvenes y acompañándolos. Y es preciso que nosotros sigamos sin cansarnos por el mismo camino, a la vez que mostrándonos con nuestra vida y obras como modelos vivientes del amor de Dios. 

Querido Álvaro: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio”. “El Señor que comenzó en ti esta obra buena, él mismo la lleve a término” (Ritual de Ordenación).  

Y termino con unas palabras dirigidas directamente a los jóvenes: Jesús sigue llamando, quiere hacerte feliz, llenarte de su amor divino. No te cierres a la gracia de la llamada, a la gracia de tu vocación. Busca tu propia llamada. Está ahí. Solo tienes que encontrarla. Abre tu oído y tu corazón y la escucharás. Haz silencio y escucha su voz. Sentirás la fuerza del Espíritu Santo para seguirlo, para hablar de Jesucristo, para darlo a conocer valientemente, con tus sentimientos, tu experiencia de él, tus obras y tu testimonio.

Ojalá un día puedas decirle a Jesucristo estas palabras que pronunció la joven Rut según nos lo transmite en su libro del Antiguo Testamento: “Iré donde tu vayas, viviré donde tu vivas, tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1,16).