+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de febrero de 2011
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Éxodo es una larga marcha, símbolo de la historia humana. Moisés conduce, en nombre de Yahvé, al pueblo a través del desierto hacia la Tierra prometida. Las leyes y costumbres contribuyen a crear una comunidad, un pueblo, de lo que es una multitud de gente a veces entusiasta, a veces codiciosa e intrigante, que en ocasiones están dispuestos a lo que Dios les pida y, en ocasiones, se echan atrás en la aventura emprendida o reniegan de Dios.
Dios, que siempre utiliza mediaciones, ha elegido a este pueblo entre los demás pueblos no porque sea el mejor, el más sabio y poderosos, sino más bien por lo contrario; porque a Dios le gusta hacer cosas grandes con lo poco que somos. Y todavía, dentro de ese pueblo, elige a una tribu, la de Leví, que junto a los sacerdotes, descendientes de Aarón, será consagrada al servicio del culto, como colaboradores de los sacerdotes.
Si hubiéramos seguido leyendo hubiéramos escuchado algo muy hermoso, que esta mañana tendría que sonarte, querido Pedro, como un madrigal: «Mira que he elegido a los levitas de entre los demás israelitas. Los levitas serán para mí». Esta especial pertenencia a Yahvé es una predilección.
El salmo inter-leccional nos presenta al Señor como el Pastor que guía a su pueblo, que le da seguridad aunque camine por cañadas oscuras, que le lleva a pastar en verdes praderas, que le conduce hacia fuentes tranquilas. En la experiencia del pueblo de Israel, en la masa de su sangre y de su historia se nos va revelando nuestro Dios como el Dios de la de la misericordia y la ternura. Ese Dios al que conoceremos en toda su cercanía en Jesús, imagen y presencia del Dios invisible, es el Dios definitivamente con nosotros, que se ha hecho compañero y Pastor de su pueblo en marcha por la historia hacía el cielo nuevo y la nueva tierra que esperamos, le verdadera tierra prometida.. «Yo soy el buen Pastor» dice Jesús.
Ese Dios que acompaña a la humanidad no desde la imposición, el poder o la fuerza, sino desde el servicio y la entrega hasta la muerte para darnos vida también ha buscado colaboradores a través de los cuales seguir ejerciendo el pastoreo y el servicio.
Los elige humanos, tan humanos que sueñan el Reino de Dios como un reino al modo de este mundo y, por eso, discuten entre ellos disputándose ya los primeros puestos. La enseñanza de Jesús es admirable. Una lección, que en tus años de Seminario, querido Pedro, y ahora aquí en la Roda, has querido y quieres asimilar y no olvidar. «Los reyes de las naciones las dominan… y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestra servidor, y el que quiera ser primero, será vuestro esclavo; como el Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».
Jesús eligió a los doce, como doce eran las tribus de Israel, para apacentar en su nombre al nuevo Israel. En la segunda lectura hemos visto cómo los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, eligen colaboradores, «hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» para ejercer el diaconado ordenando la caridad y sirviendo a las mesas. A la lista de esos siete añadimos esta mañana tu nombre querido Pedro. También tú, recibirás la imposición de manos de quien encarna en esta Iglesia, aunque sea indignamente, el ministerio apostólico.
Ya ves lo que buscaban los Apóstoles: «hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría», para servir, que eso significa la palabra diácono.
“Para apacentar al pueblo de Dios, Cristo instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados y dirigidos al bien de todo el Cuerpo”. Ya decía antes que Cristo no es el pastor, ni el servidor ausente. El sigue prolongando esta función en favor de su pueblo, y, siguiendo la ley sacramental de la encarnación, ha querido contar con miembros de su cuerpo para, a través de ellos, seguir ejerciendo su propia función de cabeza, pastor, guía y servidor de todo el cuerpo. El sacramento del orden, que comporta tres grados -obispos, presbíteros y diáconos- configura de manera sacramental con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo, para actuar en representación suya.
El diaconado no consiste tanto en determinadas funciones, que a partir de ahora, en comunión con el obispo y los presbíteros, podrás realizar, sino en el modo cómo realizarás tu diaconía, tu servicio: En nombre y con la autoridad del mismo Cristo. Y esto:
Proclamando la palabra de Dios, instruyendo y exhortando al pueblo cristiano, no como dueño, sino como servidor de la misma. La homilía, la catequesis, el ministerio de la palabra en el grupo o en los nuevos areópagos donde se forma la opinión pública deben ser ámbitos para tu ministerio. No olvides que la Iglesia es por su misma naturaleza misionera, que ha tenido origen en la misión del Hijo y en la del Espíritu Santo. Sigue apoyando todo lo que promueva la misión ad gentes.
La liturgia es fuente de gracia y santificación. «Cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sumo y eterno sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es una acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia», dice el Concilio Vaticano II. La liturgia de las horas, la administración solemne del bautismo, la distribución de la Eucaristía, la asistencia y bendición del matrimonio son tareas propias también del diácono, además de la ayuda al obispo y a los presbíteros en las celebraciones. Procura que en las celebraciones se implique toda la asamblea, cuida la participación interior de todos, ayuda a sentir a los demás la belleza de cuanto se celebra. Cuida, desde tu formación y experiencia la catequesis sobre el matrimonio cristiano, la preparación de los futuros esposos y la ayuda en sus dificultades o crisis posteriores.
En la plegaria de ordenación el obispo pide para el diácono «que resplandezca en él un estilo de vida evangélico, un amor sincero, solicitud por los pobres y enfermos». El ministerio de la caridad ha sido, desde su origen, tarea especialmente propia del diácono. La sensibilidad por los pobres, los marginados, los enfermos, los que no cuentan pertenece de una manera especial, por denominación de origen, al diácono.
Esas diversas y complementarias diaconías de la palabra, la liturgia y la caridad son las que han de configurar tu vida con la de Cristo Siervo y servidor. El servicio es el rasgo más característico de la espiritualidad específica del diácono y esto no porque sea exclusivo suyo, sino que toda la Iglesia, a imagen de María, es sierva de Dios y está al servicio de la salvación integral del hombre. Pero el diácono tiene que ser como un icono vivo de Cristo servidor.
Todo esto antes que exigencia es una gracia. Lo más importante de nuestras celebraciones no es lo que traemos, sino lo que el Señor nos da. El diaconado antes que una exigencia es una gracia. Vívelo como gracia.
Llevamos un tesoro en vasijas de barro, nos enseñaba san Pablo, mientras nos indicaba los surcos que en su cuerpo habían dejado los trabajos por el evangelio y las persecuciones. Pablo llevaba como cosida a su cuerpo la muerte de Jesús; por eso brillaba en él la vida de Jesús.
Somos vasijas de barro, pobres vasijas de barro, que llevamos en nuestra voz, en nuestras manos y en nuestro débil corazón humano la riqueza y la fuerza de un don que nos desborda. Cuentas con la fuerza del Espíritu Santo. Y con la ayuda de la comunión de los santos que ahora, mientras tú yaces postrado en tierra, manifestando así tu pobreza y pequeñez, la comunidad reunida invoca sobre ti.