Ignacio Requena
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30 de octubre de 2025
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Queridas familias, queridos hermanos y hermanas:
Después de un año muy difícil para todos, nos reunimos esta tarde en un momento de fe, donde el corazón busca serenidad. Queremos hacernos cercanos a las familias de aquellos que fallecieron en aquel mediodía del 29 de octubre del año pasado, y también apoyarnos los unos en los otros en este día difícil.
Nuestros sentimientos se entrelazan entre la tristeza y la gratitud al recordar a quienes perdieron la vida en aquella trágica DANA que marcó profundamente a nuestro pueblo. Ha pasado un año, pero el recuerdo permanece vivo. No se trata solo de recordar el dolor, sino de mantener viva LA MEMORIA AGRADECIDA: memoria agradecida por Dolores, Antonia, Jonathan, Mónica, Juan Alejandro y Manolo, memoria agradecida por sus vidas, por lo que fueron para sus familias, amigos y vecinos, por todo lo que compartieron con nosotros.
Recordar no es quedarse anclado en el pasado, sino permitir que el amor siga teniendo la última palabra sobre la tragedia, porque el amor es más fuerte que la muerte. Hoy decimos sus nombres ante Dios, porque para Él ninguno está perdido. Su vida, aunque apagada a nuestros ojos, permanece en la luz del Resucitado. Es el significado de este símbolo que hemos colocado junto al altar, el Cirio que representa a Cristo, el Señor resucitado, que ha vencido a la muerte, que disipa las tinieblas y se convierte en esperanza para nuestro caminar. Y las seis velas que, a lo largo del año, en distintas celebraciones, hemos encendido, recordando a nuestros hermanos y hermanas fallecidos que ya participan de esa esperanza en la resurrección y la vida eterna.
“LA ESPERANZA NO DEFRAUDA” (ROM 5,5): UNA CERTEZA QUE SOSTIENE.
San Pablo, en la lectura que hemos escuchado, nos dice algo que solo se comprende a la luz de la fe:
“LA ESPERANZA NO DEFRAUDA, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.”
Nuestra esperanza no se basa en que las cosas salgan como queremos, ni en evitar el sufrimiento, sino en la certeza de que Dios está con nosotros incluso en medio del dolor. Él no evita la cruz, pero la transforma. No impide la tormenta, pero nos sostiene para atravesarla.
Esta esperanza no es ingenua ni vacía: es una esperanza pascual. Nos dice que la muerte no tiene la última palabra, que el amor de Dios es más fuerte que cualquier desastre, y que un día nos volveremos a encontrar. La esperanza es el esfuerzo de levantarse cada día y seguir adelante, el no detenerse ante el mal sino vencerlo a fuerza de bien.
Nuestra fe no se apoya en palabras vacías sino en la certeza de que el sepulcro vacío es una promesa para todos los que creemos en Él. Cada espacio vacío, cada silencio es una promesa que nos lleva al Señor Resucitado. Él ha compartido y comparte nuestro dolor. No nos quita las lágrimas, pero les da sentido. No evita la muerte, pero el Señor la transforma en Pascua, en lugar de su presencia. La fe no elimina el dolor, pero lo transforma en esperanza. En los momentos difíciles, cuando todo parece perdido, en medio del dolor, la esperanza nos ayuda a vivirlo con sentido. Esa esperanza tiene un rostro: Jesucristo resucitado.
“SE LES ABRIERON LOS OJOS Y LO RECONOCIERON” (LC 24,31): EL SEÑOR CAMINA CON NOSOTROS
En el diálogo de los discípulos de Emaús que hemos escuchado en el evangelio, se refleja lo que han sido todos estos meses para nosotros. Dos discípulos, abatidos y confundidos, hablaban de lo ocurrido, sin entender. Así han sido nuestras conversaciones, nuestros duelos, nuestras preguntas, no terminamos de entender, buscamos un por qué, hablamos, opinamos, callamos…
Es difícil entender lo que no tiene sentido. A veces sólo podemos hacer como Jesús que se acerca, camina a su lado, escucha su dolor… aunque ellos no lo reconocen.
Así ocurre también con nosotros. En medio de la tristeza o la pérdida, muchas veces no vemos a Dios. Pero Él está. Se hace el compañero silencioso que escucha, que consuela, que explica el sentido de las cosas desde la fe.
Recuerdo que en las Misas en las que fuimos despidiendo, en aquellos días a nuestros difuntos, repetí la necesidad de estar juntos, porque el dolor compartido se hace más pequeño, más llevadero; del mismo modo que la alegría, al compartirla se multiplica. Cuando los discípulos de Emaús reconocen a Jesús al partir el pan y los ojos se les abren, ellos van a Jerusalén a comunicarlo, arden sus corazones, caminan juntos, comparten juntos. También hoy, en esta Eucaristía, Jesús parte para nosotros el Pan de la vida y nos recuerda: “Yo estoy con vosotros todos los días”, y esa presencia nos reúne para compartir, para hacernos cercanos, para apoyarnos.
LA NECESIDAD DEL CUIDADO MUTUO.
Si algo aprendimos de aquella DANA, fue la fuerza de la solidaridad. En medio del dolor, surgió lo mejor del corazón humano: vecinos que ayudaban, voluntarios que arriesgaban, comunidades que compartían, instituciones y colectivos que se implicaban y lo daban todo. Todos a una, todos juntos.
Esa es la imagen más bella del Evangelio hecho vida: cuidarnos unos a otros, reconocernos hermanos, sabiendo que la vida es frágil y que nadie se salva solo. Cuando le gustaba al Papa Francisco repetir esta frase “nadie se salva todo”, la única manera de superar los desafíos que tenemos por delante es colaborando y apoyándonos mutuamente.
El recuerdo de los que murieron nos llama a comprometernos con ese cuidado, se lo debemos. Su recuerdo nos llama a cuidar la tierra que habitamos, a cuidar a los más vulnerables, a cuidar la memoria y la esperanza de nuestro pueblo. Porque el amor, cuando se convierte en cuidado, vence la muerte.
MIRAR HACIA ADELANTE.
Hoy, al recordar, queremos también mirar hacia adelante.
Damos gracias por quienes ya descansan en el Señor, damos gracias por Dolores, Antonia, Jonathan, Mónica, Juan y Manolo, pedimos consuelo para sus familias y fuerza para seguir construyendo juntos una comunidad más unida, más humana, más creyente. Cuando seguimos cuidando la vida, cuando aprendemos de lo vivido y nos tendemos la mano unos a otros, su memoria sigue viva entre nosotros.
Que esta unión y esta esperanza compartida sean el signo más hermoso de que el amor no ha sido vencido.
Que esta Eucaristía sea signo de que la memoria agradecida, la esperanza que no defrauda y el cuidado mutuo pueden transformar el dolor en vida nueva.
Y que María, nuestra Madre de la Asunción, nos acompañe siempre y nos ayude a seguir abriendo caminos de esperanza.






