+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

18 de marzo de 2013

|

13

Visitas: 13

Queridos hermanos todos:

Hace unas semanas nos juntábamos aquí mismo para dar gracias a Dios por el pontificado de Benedicto XVI, el Papa del que dijo una persona bien ajena a la Iglesia que tenía “la profundidad del gran pensador, la sinceridad del gran creyente, la pasión del pacificador y la sabiduría de quien sabe tener en cuenta los cambios de la historia sin cambiar de valores”.

Benedicto XVI terminó su pontificado con la misma coherencia evangélica con que lo inició, como humilde trabajador de la viña del Señor. Recibió un encargo que él no deseaba, lo cumplió generosamente y, cuando ha comprendió que ya no podía desempeñarlo “adecuadamente”, se retiró dando un ejemplo conmovedor de humildad y desprendimiento, demostrando así que la autoridad en la Iglesia no es poder ni privilegio ni derecho de nadie, que la autoridad es un servicio de amor y de obediencia (Mons. Fernando Sebastián).

Los hombres pasamos, pero el Señor permanece. Y permanece la Iglesia, que sigue “peregrinando entre las tribulaciones del mundo y los consuelos de Dios” (San Agustín).

Tras aquella inesperada renuncia y, luego, la conmovedora despedida, en la tarde del pasado día 13, a la vez que fluía la fumata blanca por la chimenea de la Capilla Sixtina, las campanas de todas las Iglesias volteaban anunciando un gozo nuevo, un gozo grande: “Tenemos Papa”. El Señor, que prometió dar pastores a su Iglesia–“Pastores dabo vobis-”, nos ha dado, por medio de los cardenales electores, un nuevo Papa en la persona del hasta su elección cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, que procedía de la Compañía de Jesús y que ha elegido el nombre de Francisco.

Desde el primer momento yo quise hacer público, en nombre propio e interpretando el sentir de todos los diocesanos, nuestros más sinceros sentimientos de obediencia y comunión filial.

La elección ha sido para casi todo el mundo una sorpresa, al no figurar su nombre entre los más barajados en las últimas semanas. Parece que los Sres. Cardenales electores sí lo tenían bastante claro, dada la rapidez con que se han puesto de acuerdo.

El nuevo Papa, descendiente de emigrantes y miembro de una familia modesta, cuenta con un brillante currículo académico: estudios de ingeniería química antes de ingresar en la Compañía de Jesús, y estudios eclesiásticos con especializaciones en filosofía y teología (ésta última en Alemania). Viene precedido de lo que parece una justa fama de buen pastor, pobre, humilde, sencillo y cercano, especialmente a los más necesitados y, sobre todo, de una profunda experiencia de fe que hace que su persona, sus palabras y sus hechos irradien aroma de evangelio. Esa fue la impresión que nos dejó cuando, hace siete años, nos dirigió, durante una semana, los Ejercicios espirituales a un buen número de obispos españoles.

La elección del nombre de Francisco, en honor del poverello de Asís, me pareció ya un programa pastoral y de vida. Me acordé de la pobreza y humildad de San Francisco, de su condición de hermano universal, de su empeño en seguir las mismas huellas de Jesús, de su pasión por llevar el Evangelio a los de cerca y a los de lejos. Me acordé del encargo recibido del crucifijo bizantino de san Damián: -“Francisco, restaura Mi Iglesia”. Es un Papa que viene del Cono Sur y que, por eso mismo, nos ayudará a quienes vivimos en el hemisferio norte a mirar más hacia el Sur.

¡Tenemos Papa!. Y, por eso, nos reunimos esta tarde para dar gracias a Dios por su elección y para encomendar a la Stma. Virgen y a san José, protector de la Iglesia, cuya solemnidad hoy celebramos, su ministerio apostólico.

“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates sobre la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt.16,18). Son palabras serias, no son una broma.

El Obispo de Roma, ayer Benedicto XVI y hoy Francisco, obispo como los demás obispos, lo es sobre la que por ser la Sede de san Pedro confiere a su misión una responsabilidad especial en favor de la comunión de todas las iglesias en la fe, en el testimonio y en el servicio.

El martirio de San Pedro y san Pablo en Roma ha marcado a la sede romana con el sello de la más espléndida autenticidad apostólica. Esta poderosa primacía –“propter eius potentiorem principalitatem”, según la expresión de San Ireneo, confiere al Obispo de Roma el primado sobre el colegio episcopal y una singular responsabilidad sobre toda la Iglesia, a la que “preside en la caridad”. En este contexto de fidelidad a la herencia apostólica hay que entender la prerrogativa de la infalibilidad del Romano Pontífice en lo que se refiere a la fe, en cuanto que él es, como cabeza del colegio episcopal, la expresión suprema de la comunión en la fe de la Iglesia y el portavoz más autorizado de la misma, a la que el Señor prometió que nunca abandonaría. Esa indefectibilidad de la Iglesia en la fe tiene su expresión última en la infalibilidad en lo referente a la fe.

No es una tarea fácil la que espera el nuevo Papa. A los elogios sucederán los escarnios. Ya han empezado.(robar niños: cf.pág. 4 del diario La Tribuna, 18 marzo). Tengo la sensación de que son los ateos los más interesados en reformar la Iglesia. Hasta le ponen al Papa el “pero” de que es un hombre ortodoxo. Dicen que la Iglesia ya no le interesa a nadie, pero extraña que sabiendo que ya no hay nueces, algunos no dejen de remecer el árbol. Pienso si no será fruto de la nostalgia del Dios que tal vez no se atreven a confesar.

El Papa Francisco tendrá que seguir anunciando a Jesucristo y su Evangelio aunque sus palabras sean llevadas al juicio de las opiniones del mundo, expuestas a la irrisión, a la desfiguración o a la burla. Tendrá que seguir proclamando la verdad del hombre y la esperanza que brota de la resurrección de Cristo. Tendrá que cargar sobre sus espaldas la solicitud por todas las Iglesias y el sufrimiento originado por los pecados de los miembros de la Iglesia y el originado por la violencia o la injusticia de unos hombre contra otros.

El Papa va a necesitar, además de nuestra obediencia, nuestro amor y nuestra oración. Sera nuestra contribución más preciosa.

Cuando se atraviesa el Tiber, a la altura del castillo de Sant Angelo, frente a la Vía de la Conciliazione, se puede admirar una estatua de Santa Catalina de Siena, erigida con motivo de la clausura del V Centenario de su canonización. La santa aparece inclinada hacia delante, como un caminante que se apoya en su bastón. Me impactó cuando supe que la imagen representa a la Santa de Siena, que en los últimos años de su vida, cada día durante la Cuaresma, camino de Santa Clara, se arrodillaba a los pies de una imagen de San Pedro a suplicar a Dios para que el pueblo cristiano estuviera unido a su pastor, el entonces Papa Urbano VI. Aleccionador y estimulante ejemplo para nosotros.

No. No me he olvidado de san José, el santo patriarca protector de la Iglesia y de los seminarios. A él confió Dios lo que más quería.

¿A quién podría confiar Dios sus dos principales tesoros -Jesús y María- sino a San José?. Tenía que ser alguien muy sencillo. A los sencillos se revela Dios con mayor facilidad. Tenía que ser alguien con mucha fe. ¿Cómo, si no, iba a poder vivir tan cerca del misterio sin quemarse?. Debía ser alguien con mucha profundidad, pero como un pozo de agua clara al que se le ve el fondo. Tenía que ser un hombre lleno de confianza. Confianza en Dios para fiarse plenamente de El por más inesperados que fueran sus caminos; para fiarse de María, para no dudar de ella por más desconcertantes que fuesen sus actitudes y más extraña que resultase su misión. Alguien que aceptase la luz de la palabra sin reservas, a corazón abierto. Alguien obediente siempre a la voz del Espíritu.

Tenía que ser alguien muy honrado. De una sola cara; de los que no necesitan documentos ni testigos; de los que no se venden por nada ni por nadie. De esos con los que es fácil trabar amistad e imposible trabar pelea.

Tenía que ser alguien trabajador, fuerte y generoso, capaz de amar mucho. Amar a Dios para ofrecerle sin pestañear cualquier cosa que le pidiese, aunque pareciera descabellada; para ver la mano de Dios en todo, en lo grande y en lo pequeño; para poder adivinarlo en la mirada, en la sonrisa o en el llanto del Niño. Para amar a María, para tenerla en el centro de su corazón, para leer a través de sus silencios, para estar seguro con sólo mirarla de la limpieza de su alma, para saber quedarse discretamente a la puerta de su intimidad. Tenía que ser alguien que amara a todos y al estilo de Dios: sin medida, sin pasar recibo, sin darlo importancia.

Ese hombre fue San José: la santidad vestida con túnica de carpintero, tejida de silencios, hecha a golpes de martillo y renuncia, oculta y perfumada con el amor de cada día. Y a él encomendó Dios el cuidado de sus mejores tesoros -Jesús y María. A él también encomendamos, un año más, nuestro Seminario y nuestros seminaristas. Rezad cada día a san José por ellos y para que surjan nuevas vocaciones. Y a san José encomendamos hoy con mucho cariño, con singular empeño, la persona y el ministerio de nuestro Papa Francisco, que esta misma mañana nos invitaba a imitar a san José cuidando de nuestros hermanos (los niños, los ancianos, los enfermos, los pobres, de la vida familiar, social y política), cuidando de la creación, cuidando de nosotros mismos.

Que no le falte nunca a nuestro Papa Francisco nuestra oración, para que ejerza su ministerio según el corazón de Cristo, a semejanza del Buen Pastor. Amén.