+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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15 de abril de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos presbíteros, diáconos, religiosos, seminaristas y laicos:

Bienvenidos todos a esta Eucaristía que, por su proximidad con el Jueves Santo en que los presbíteros recordamos la institución de nuestro ministerio, tiene siempre un especial contenido sacerdotal.

Jesucristo es el único verdadero sacerdote por derecho propio, el é único, universal, definitivo. La puerta abierta para llegar a Dios. Por eso, esta celebración tiene que ser, ante todo, de Acción de Gracias. Damos gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo como Mediador, como Sacerdote, como Mesías y Salvador del mundo. Con su palabra y con sus obras, con su muerte y su resurrección, Jesús ilumina nuestra humanidad, la purifica y la recrea en la comunión filial con Dios. Ungido por el Espíritu de Dios, vino a anunciarnos la gracia, la bondad y el amor irrevocable de Dios, su gran liberación, que ha de tomar cuerpo en la liberación de todo lo que esclaviza al hombre, en la curación de sus heridas del alma y del cuerpo. Él nos ha dejado definitivamente abierto el camino del perdón y del abrazo de vida con nuestro Dios.

Hemos escuchado atentamente el texto de san Lucas: «Hoy se cumple esta Escritura». ¿Se hacen realidad estas palabras en nuestra vida y ministerio episcopal o presbiteral? ¿Se hacen realidad en nuestra Diócesis, en nuestras parroquias, en tu parroquia? ¿Se cumplen en tu vida de consagrado o consagrada? ¿Se cumplen en tu vida laical? ¿Se cumplen hoy entre nosotros, como se cumplieron en Nazaret, como se cumplieron en el Calvarlo de una vez para siempre, adquiriendo una presencia y una eficacia universal y permanente?
Todos los cristianos, miembros de su Cuerpo, quedamos dentro de este sacerdocio universal y permanente de Jesús: «Vosotros os llamaréis «Sacerdotes del Señor» decía Isaías. «Aquel que nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre», escuchábamos en el Apocalipsis. Por El, con El y en Él todos podemos llegarnos hasta el misterio escondido de Dios, todos podemos ofrecerle el culto de nuestra oración, de nuestra vida, purificada y santificada por el don y del Espíritu Santo, de nuestro servicio a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados.

Dentro de este sacerdocio universal que todos los cristianos hemos recibido de Jesucristo por el bautismo y la confirmación, los presbíteros, sin dejar de ser hermanos con los hermanos, hemos sido llamados y consagrados para servir a todos la mediación y el pastoreo de Jesucristo. En su nombre anunciamos el amor de Dios a los pobres, en su nombre anunciamos el año de gracia y de perdón, en su nombre partimos el Pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía, en su nombre ponemos la mesa de la caridad. Nuestras palabras son sus palabras, nuestro perdón es su perdón, nuestra caridad pastoral tiene que ser humildemente la sombra y la presencia de la solicitud pastoral del Buen Pastor, del Pastor universal de nuestras almas que es Jesucristo, nuestra misericordia ha de hacer presente su misericordia.

Esta gracia que cura, fortalece y santifica, derramada sobre la humanidad de Jesús, el Ungido por excelencia y que Jesús quiere que esté capilarmente presente en todos los tiempos y lugares de la tierra por medio de nosotros, es lo que representan estos santos óleos y este santo crisma que vamos a bendecir y consagrar. Desde aquí los llevaréis a todas las parroquias y llegarán a todas las casas, a todas las personas que se acojan al amor de Dios manifestado en los brazos abiertos de nuestro Señor Jesucristo. Esta es la humilde y admirable grandeza de la Iglesia de Jesús. No somos más que la humilde tribuna desde la cual Jesús sigue diciendo a los hombres y mujeres de buena voluntad: «He venido a anunciaros el amor misericordioso de Dios, mi Padre y vuestro Padre, a traeros el consuelo y la esperanza de su gracia, su gracia sanante y liberadora».

Hermanos presbíteros, la grandeza de nuestro ministerio radica en que no es algo que nazca de nosotros. Somos ministros, servidores, sacramentos vivientes de la presencia y de la acción sanadora del único sacerdote que es Jesús. Como la calidad de un buen cristal, como la perfección de un buen instrumento, nuestra perfección consiste en transmitir hoy a nuestros hermanos del mejor modo posible la palabra viva de Jesús, de hacerles sentir su presencia de Buen Pastor, un Pastor que les guía, que los corrige cuando es necesario, quo los acompaña y les marca el camino, que les descubre el verdadero rostro del Padre celestial y los ayuda a vivir en el mundo con el espíritu y las buenas obras del Reino de Dios. Jesús, el Pastor bueno y fiel, ha dado su vida por cada uno de nosotros. Quiera Él que nosotros, pobres pastores, estemos dispuestos a dar la vida en servicio de amor y liberación de nuestros hermanos.

Esta tarea nunca ha sido fácil. Para ser ministros de Jesús hay quo sintonizar profundamente con la mente, los afectos y sentimientos, los juicios y actitudes de Jesús. Si somos humildes y veraces tenemos que reconocer que esta tarea nos resulta hoy especialmente difícil. Muchas de las prácticas tradicionales han quedado inadecuadas. Nuestros fíeles y nuestros conciudadanos en general tienen poco tiempo disponible, e incluso, en no pocos casos, y salvo en momentos especiales, hasta poco interés por las cosas de Dios.

El conocimiento y la aceptación de la Iglesia y de nuestro ministerio como enlace con la acción salvadora do Jesús, ya sea por nuestra mediocridad, ya sea por las dificultades de la época o por la escasa y a veces deformada información sobre la vida verdadera de la Iglesia, nos crea muchas dificultades en el ejercicio del ministerio. No sabemos cómo despertar el interés de nuestros jóvenes, encontramos poco eco en nuestras propuestas de formación o de conversión. A veces podemos sentirnos solos y hasta derrotados, inútiles.

Son dificultades reales, pero no insuperables. Son una llamada a más humildad y mayor fidelidad, a más amor. El fruto de nuestro ministerio no está en nosotros, sino en la fuerza de la palabra y del Espíritu de Jesús. Como Jesús encontraba la fuerza para cumplir su misión en su comunión de vida con el Padre, así nosotros tenemos que buscar la nuestra intensificando nuestra unión espiritual con El, unión de mentalidad y de deseos, unión de conocimiento y de amor, unión de obediencia y de confianza. Él es capaz do cautivar los corazones de los hombres do hoy, de ayer y de mañana. Y hemos de buscar la cercanía a nuestros hermanos los hombres con la sensibilidad con que Jesús lo hacía, con compasión, llenos de ternura hacia todos, especialmente a los excluidos, los pecadores, los enfermos, haciéndonos servidores de todos. Eso es lo que nos está pidiendo el Papa Francisco. Y eso tenemos que hacerlo cada uno.

Al renovar nuestros compromisos sacerdotales, renovamos con todo nuestro corazón el deseo sincero y eficaz de vivir y actuar en su nombre, de actuar en todo momento de acuerdo con sus inspiraciones, entendidas en comunión con la Santa Madre Iglesia.

La verdadera respuesta a la dificultades de los tiempos no está en el desaliento ni en la dispersión, sino en la intensidad de nuestra oración y de nuestro amor, en la renovación de nuestra ofrenda con más realismo, pero no con menos entusiasmo que el primer día, en la sinceridad y en la fuerza de nuestra unidad con el presbiterio diocesano, con el Obispo, con el Sucesor de Pedro, en el amor y el respeto a nuestros fieles y conciudadanos, en la atención y disponibilidad para todos, especialmente para los más necesitados.

Vivamos las dificultades del momento como una gracia quo nos impulse a la purificación, a la renovación de nuestra fidelidad y de nuestro amor. Busquemos en la oración y en la unidad con nuestros hermanos nuevas y constantes iniciativas para ejercer nuestro ministerio sin cansancio, ahondando en los tesoros inagotables de la palabra del Señor, la verdadera novedad capaz de llamar la atención y mover los corazones de nuestros hermanos. Estamos seguros de que el Señor puede hacer brotar muchos renuevos en este viejo tronco de la Iglesia si encuentra nuestra colaboración. No nos desanimemos; nada de lo que se hace en el nombre del Señor queda sin fruto. Aprendamos a vivir la oscuridad del viernes y la soledad del sábado santo tocando ya con los brazos del alma la alegría de la Pascua. Siempre están naciendo realidades y vida nueva en la Iglesia del Señor. Sacudamos la tristeza, no caigamos en la tentación del conformismo. Aprendámosla vivir saludando la aurora que llega. El Señor es la aurora del mundo nuevo; la Iglesia ha de ser como el amanecer grandioso de esta humanidad nueva que Cristo ha conseguido.

Estos deseos queremos compartirlos con vosotros, queridos hermanos, miembros de la vida consagrada y con vosotros cristianos laicos. Perdonadnos si, a veces, no estamos a la altura de las circunstancias. Perdonad, hermanos todos, los errores y sobre todo las muchas omisiones de vuestro obispo. Ayudémonos mutuamente con la oración, el estímulo y la comprensión.

Por mi parte, doy gracias a Dios hoy por la generosidad de los presbíteros, por el testimonio que nos regaláis todos los miembros de la vida consagrada, por el admirable e incombustible compromiso cívico y eclesial de tantos laicos.
Recordemos, desde la memoria del corazón, a nuestros misioneros, a los hermanos enfermos o ancianos. Me consta que D. Alberto está espiritualmente unido a nosotros. Recordemos a aquellos hermanos que tomaron otro camino y pidamos al Señor que los bendiga. Recordemos desde el cariño y la gratitud a los hermanos difuntos, a D. Ireneo y D. José Delicado. Les pedimos su ayuda desde la casa del Padre para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones a la vida sacerdotal y la vida consagrada.

Escuchemos al Señor que nos susurra al oído del corazón: “No temas , soy Yo, el Primero y el Ultimo, el que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos. Mira que hago un mundo nuevo. Pronto vendré. ¡Ven. Señor Jesús!”.

A nuestra Madre de los Llanos confiamos con amor filial estos deseos. Así sea.