+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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26 de marzo de 2013
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Queridos presbíteros, diáconos, religiosos, seminaristas y laicos:
Nuestra reunión de hoy es singular. Concelebra con el Obispo todo el presbiterio diocesano. Participáis un nutrido y motivado grupo de miembros de la Vida Consagrada y de laicos. Todos representamos a la entera comunidad diocesana, diseminada por toda la geografía local, que se dispone a celebrar en los días inmediatos la Pascua del Señor. Sed bienvenidos.
Nuestra celebración contiene un rico y plural significado. Quiere, en primer lugar, reconocer a Jesucristo, ungido hasta la plenitud en su humanidad por el Espíritu Santo para su misión de Profeta. Sacerdote y Señor. Manifiesta asimismo el ministerio del Obispo en la Diócesis, como signo especial de Jesucristo, y la unidad de todo el presbiterio en torno a Cristo y al Obispo y estimula su fidelidad en el servicio a toda la comunidad diocesana. Quiere también celebrar la dignidad y la responsabilidad de todos y cada uno de los cristianos a los que el mismo Espíritu Santo ha incorporado, mediante el Bautismo y la Confirmación, a la triple misión del Señor. Los textos bíblicos y litúrgicos sugieren y acentúan todas estas dimensiones.
Pero el nombre mismo de- esta celebración, “Misa Crismal”, nos revela otro aspecto importante de la fiesta de hoy, vinculado a todos los demás. Junto al óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos consagraremos en este marco litúrgico el Santo Crisma. En años pasados me he fijado, en el curso de la homilía, en algunas otras dimensiones de esta fiesta. Hoy os invito a posar la mirada, deseosa de comprender y contemplar, sobre el significado del Crisma en la vida de la Iglesia.
El Santo Crisma se hace presente en momentos vitales de nuestra existencia cristiana. Estuvo presente, junto al agua y las palabras sacramentales, en nuestro Bautismo. Quiso significar entonces que los bautizados quedábamos convertidos en casa del Espíritu Santo. Estuvo presente en el Sacramento de la Confirmación. Quiso decirnos que el Espíritu Santo, que recibíamos, nos capacitaba para ser testigos de la fe. Estuvo presente en nuestra ordenación de presbíteros. Las palmas de nuestras manos, ungidas por el Crisma, venían a recordarnos que todo nuestro ministerio habría de ser inspirado y penetrado por el Espíritu del Señor Jesús. Estuvo también presente en mi ordenación episcopal. Como un nuevo bautizado, recibí en mi cabeza el Crisma suave y oloroso que testificaba que, así como estaba siendo ungido exteriormente, era ungido interiormente por el Espíritu Santo. El mismo Crisma está también presente en la consagración de un templo, en la cual el altar y las paredes son impregnadas de este aceite perfumado para significar que el Espíritu Santo convierte al templo en símbolo de Cristo y de la entera comunidad cristiana.
El Crisma que consagramos habrá de prestar, a partir de hoy mismo, este noble servicio. La importancia de este gesto es resaltada nítidamente por la liturgia. El óleo de los catecúmenos y de los enfermos se bendicen; el Crisma queda consagrado. Consagrarse significa dedicarse enteramente, definitivamente, a un único servicio. Consagrar el Crisma es competencia reservada al Obispo. La oración consecratoria va precedida por una monición del consagrante que constituye una invitación a la oración intensa requerida por un momento capital. El soplo del Obispo sobre el ánfora abierta quiere prestar el gesto exterior a la acción del Espíritu Santo que es invocado con estas palabras: «infunde en el Crisma la fuerza del Espíritu Santo con la que ungiste a sacerdotes, reyes, profetas y mártires y haz que sea sacramento de plenitud de la vida cristiana». Al igual que en la ordenación de un neopresbítero, los sacerdotes extienden su mano uniéndose al gesto y a la oración del obispo.
La oración consecratoria nos introduce al meollo del significado. El crisma hace presente y visible en los momentos indicados la acción del Espíritu Santo sobre los creyentes. A través del crisma, el Espíritu Santo realiza en nosotros lo mismo que hizo en el Bautismo del Señor: nos capacita para ser, como Él, profetas, sacerdotes y reyes. Espíritu Santo talla y esculpe en nosotros, los rasgos de Cristo. Todas las vocaciones cristianas no son sino formas diferentes de plasmar esta vocación única y común.
Nos capacita, en primer lugar, para ser profetas. Ser cristiano ha significado siempre ser anunciador del Evangelio y, en consecuencia, ser testigo y promotor de liberación, como Jesús, y de unos valores diferentes y en parte contrapuestos a los valores vigentes y predominantes en la sociedad. Nadie podrá negar la necesidad y la dificultad de este testimonio profético. Compartir antes que poseer, servir en vez de dominar, construir la comunidad antes que realizarse a sí mismo, crear fuentes de alegría antes que procurar la propia satisfacción, pacificar y perdonar en vez de enzarzar… son componentes de un comportamiento profético que necesita ser confortado por el Crisma del Espíritu Santo.
El mismo Espíritu nos capacita para ser sacerdotes al estilo de Jesús. El sacerdocio de Jesús fue existencial. Dios su Padre, no le encargó celebrar actos de culto. Le pidió otra cosa: que su existencia, su vida, su comportamiento, sus actitudes fueran sacerdotales: ofrenda grata a Dios y útil a los hombres. Dicho de otra manera: el sacerdocio de Jesús consiste en una existencia enteramente consagrada a amar obedientemente al Padre y a servir abnegadamente a los hermanos. Este es el sacerdocio que todos hemos recibido. El sacerdocio ministerial expresa, en medio de la comunidad, la alteridad de Jesús que es Cabeza, Pastor y Guía del rebaño, que actualiza en su cuerpo sus misterios, para que la comunidad pueda ir haciéndose, por Él, con Él y en Él, ofrenda a Dios y don a los hermanos. Aceptar a Dios como Dios y vivir al servicio de los demás crea dentro de nosotros un combate entre el dinamismo del Espíritu Santo y la querencia de nuestro corazón que quiere convertirse en centro de sí mismo. El crisma del Espíritu Santo fortalece en nosotros nuestra común vocación sacerdotal.
Profetas, sacerdotes y reyes. El señorío de Jesús nos hace siervos de los demás, como Él lo fue. Pero nos capacita para ser «señores», es decir, libres de toda verdadera dependencia. En el siglo de la exaltación de la libertad se hace clamorosamente presente en nuestro mundo toda suerte de dependencias. La libertad humana es una libertad que necesita ser continuamente liberada por la gracia de Cristo. Necesitamos ser sanados, levantados, fortalecidos en la libertad que nace del Señorío de Jesús. El crisma recibido en nuestro bautismo, en nuestra confirmación, en nuestra ordenación es un potencial inextinguible que fortalece y libera nuestra libertad. La fortalece al hacerla firme ante toda servidumbre. La libera al hacerla abierta al servicio. Las palabras de Jesús de esta mañana , su mensaje liberador, nos empujan a ser promotores de liberación y de esperanza en esta hora de sufrimiento para tantos hermanos que sufren la crisis y para tantos otros hermanos del mundo cuya crisis es crónica, permanente.
Antes de la consagración del Crisma, los sacerdotes renovaréis ante el pueblo cristiano y el Obispo vuestra promesa de fidelidad. Tal promesa lleva consigo una aspiración real a una vida auténticamente evangélica. Repetid esta promesa con la misma convicción, con la misma emoción, con mayor experiencia y generosidad que el día de vuestra ordenación.
Queridos religiosos/as y laicos: Aquí estamos vuestro Obispo y vuestros presbíteros de esta Iglesia de Albacete a la que amamos y queremos servir. Que lo sepáis. Queremos guardar la majada y, al mismo tiempo, salir a campo abierto. Sabemos que el Señor nos cita en Galilea, tierra de gentiles. No somos muchos. Hay jóvenes que nos dan esperanza, como nuestros seminaristas. Pero bastantes de nosotros, por haber soportado el peso y el calor de muchos días, tenemos ya las fuerzas escasas. La tarea nos sobrepasa, y nos pesa la losa de la increencia y de la indiferencia. Obispo y presbíteros tenemos limitaciones y fallos, que hoy confesamos. Pero, como Obispo, con conocimiento de causa, os pido que deis gracias a Dios por los buenos curas que tenéis.
Durante este Año de la Fe, los presbíteros estamos invitando a nuestros fieles a una renovación profunda en la fe, porque sólo renovándose se podrá permanecer como creyentes en una sociedad que parece no necesitar ya de Dios. Sólo renovándose se encontrará también la alegría para comunicar la fe. Lo que pedimos a los demás, queremos pedírnoslo a nosotros mismos.
En los próximos días vais a recibir, los presbíteros, como material para la próxima sesión del Consejo presbiteral, un cuestionario para chequear nuestra vida espiritual y revisar si estamos poniendo los medios necesarios para nuestra renovación interior y fraterna. Es para hacerlo cada uno personalmente, para hacerlo en clima de revisión de vida en el arciprestazgo, para hacer la puesta en común en la reunión del Consejo, y ver cómo ayudarnos mutuamente. Sabéis que, cuando no se ponen los medios, no se logran los fines. Os ruego que encontréis el espacio de tiempo suficiente para hacerlo con calma. Y solo ruego que participéis todos.
Queridos hermanos que nos acompañáis. Procuremos todos que este Año de la Fe marque para todos la hora de una renovación sincera y profunda. Nuestra Eucaristía tiene hoy el sabor de un gran abrazo a muchas bandas: el abrazo a Dios en su Hijo Jesucristo; el abrazo entre los diferentes miembros del pueblo de Dios, miembros del mismo Cuerpo, con funciones y carismas diferentes, pero partícipes de la misma misión; el abrazo entre los sacerdote entre sí y con el Obispo. A todos os pido perdón no sólo por lo que haya hecho mal, sino, sobre todo, por mis muchas omisiones.