+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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30 de junio de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a Misa Crismal, que el obispo celebra con su presbiterio, y dentro de la cual consagra el Santo Crisma y bendice los Óleos de los Enfermos y Catecúmenos, así como la Renovación de las Promesas Sacerdotales, es una manifestación de comunión de los presbíteros con el propio obispo. Con el Santo Crisma consagrado por el obispo se ungen los recién bautizados, los confirmados son sellados, y se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los obispos, la iglesia y los altares en su Dedicación. Con el Óleo de los Catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el Óleo de los Enfermos, estos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Hoy manifestamos nuestra fiel disposición para que la fuerza de la gracia de Dios llegue a nuestros fieles como un manantial de gracias divinas.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor…; Vosotros os llamaréis Sacerdotes del Señor; dirán de vosotros: Ministros de nuestro Dios” (Is 61, 1,3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesucristo y, desde él a nosotros sus sacerdotes. Recordamos las palabras de Jesús a sus apóstoles: “No sois vosotros quienes me habéis elegido, soy Yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15,16). Toda vocación sacerdotal es, por sí misma, una gracia, un don que se nos da, que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique.

El evangelista san Lucas, por su parte, nos narra en el Evangelio la visita de Jesús a la sinagoga de Nazaret y la lectura que hizo de este pasaje del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,16-21). Y, el mismo Jesús hace suyo el anuncio profético de Isaías con estas palabras finales: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21).

Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Él es el Heraldo de la buena nueva que ha sido ungido por Dios y ha sido enviado para anunciarla a todos y especialmente, a los más sencillos y menesterosos.

Como elegidos y ungidos por el Señor, hoy se nos pide también a nosotros ser portadores de este mensaje de salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser mensajeros de la Verdad, pero las personas a quienes hemos sido enviados, quieren ver nuestro testimonio de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las enseñanzas que vienen directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia, quién entregó su vida en la cruz por nosotros ara hacernos libres y dichosos. 

Qué grande para nosotros poder ser instrumentos útiles en las manos de Dios. Qué grande e inmerecido es el don que hemos recibido: ser sacerdotes de Jesucristo. Hemos de sentirnos alegres y esperanzados, pues todo lo podemos en Aquel que nos conforta y nos ha elegido y llamado. Por ello, conscientes del don recibido y de la misión encomendada, hemos cantado: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88). Como sacerdotes no somos “dueños” de los fieles, sino servidores, para que cada uno de ellos, en comunión con la Iglesia, gocen del hecho de ser testigos del Evangelio.

Al renovar nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos seguros de que Dios nos lo premiará y será sementera de nuevos testigos del evangelio, de nuevos seminaristas, de nuevas familias cristianas, de nuevos consagrados y consagradas y de nuevos cristianos laicos comprometidos y evangelizadores.

Es urgente, y nos va la vida de la diócesis en ello, afrontar juntos dos retos importantísimos y, para mí, prioritarios. El primero de ellos es el de las vocaciones a la vida sacerdotal. La diócesis necesita seminaristas para que tengamos Seminario y nuevos sacerdotes de Jesucristo. Es preciso suscitar, llamar y acompañar a niños y jóvenes de nuestras parroquias, de familias cristianas, de grupos parroquiales juveniles, de colegios, institutos, universidad, para que sean seminaristas y, un día, bien formados, puedan incorporarse a nuestra diócesis como sacerdotes.

No hay Palabra de Dios si no hay un apóstol, un misionero, un sacerdote, un cristiano que la proclame y transmita. No hay Bautismo ordinario si no hay un sacerdote que bautice y haga cristianos, miembros de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios. No hay Eucaristía ni sacramento del Perdón de los pecados sin un sacerdote que la celebre o un ministro que lo imparta. No hay, por decirlo de alguna manera, rebaño del Señor, Iglesia, si no hay un pastor al frente de ella. En todo esto son muy importantes nuestras personas. Los niños y jóvenes necesitan ver en nosotros un modelo a imitar, personas enamoradas de Jesucristo, rebosantes de gracias divinas y agradecidas al don que Cristo nos ha regalado gratuitamente: el sacerdocio.

Con esta reflexión no hago de menos a los laicos, pues ellos participan por su bautismo del sacerdocio de Jesucristo y de la tarea evangelizadora. Cada uno en la Iglesia y en el mundo tiene su vocación y su misión. Hay que pedir al Señor que existan también matrimonios cristianos, bautizados comprometidos en su Iglesia, laicos que se santifican y crecen espiritualmente en la vida ordinaria, como fermento en la masa, misioneros y apóstoles de Jesucristo en nuestro mundo.

El segundo reto es avanzar en disponibilidad sacerdotal y en sintonía con el obispo, como animador principal de la pastoral diocesana. Juntos y en comunión. Hoy volvemos a renovar nuestras promesas sacerdotales: ¿Prometes respeto y obediencia a tu obispo? Sí, prometo. ¿Es esto verdad?

Cuando llegan ciertos momentos, hablo personalmente con algunos sacerdotes en un diálogo sencillo y paternal, no impongo nada, doy razones de lo que quiero, las que yo tengo a la luz de la voluntad de Dios percibida en mi conciencia, e indico lo que a mi entender es bueno para el sacerdote y para la parroquia o ministerio pastoral encomendado o por encomendar. No obligo, sino que indico una necesidad y pido su ayuda y conformidad. Tengo muy presente su salud física y espiritual, su situación anímica, la atención a sus padres y familia, la situación de la parroquia o tarea pastoral que deja y la de aquella que podría realizar. Necesito sacerdotes “disponibles” para pastorear con el Obispo, con identidad cristiana, colaborando en el servicio a los fieles y con un caminar evangélico en la Iglesia en Albacete.  

Gracias a vosotros por vuestra buena disposición a trabajar juntos y en comunión con vuestro obispo, y por vuestro servicio apostólico sacerdotal. Dejemos que sea Cristo quién camine a nuestro lado y delante de nosotros. Sigámosle e imitémosle. Que su Espíritu infunda vida en las nuestras y en las actividades pastorales. Que la caridad sea nuestra señal y guía. Roguemos por nuestros hermanos sacerdotes que han fallecido recientemente, por los que sufren la enfermedad o la ancianidad, por nuestros misioneros, por los seminaristas actuales y por los jóvenes que el Señor sigue llamando para que sean generosos en la respuesta y se incorporen con nosotros en la misión evangelizadora de la Iglesia.  

Que María, Ntra. Sra. de Los Llanos, sostenga nuestras vidas sacerdotales, nos muestre a su Hijo Jesucristo y sintamos como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los servidores de las bodas de Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5).