+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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23 de mayo de 2021
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Santa María, nuestra Madre del cielo, lleva la alegría por donde pasa. Ella ha estado muy presente entre vosotras al celebrar en su honor este Año Mariano que hoy clausuramos. No podemos cuantificar todos los dones divinos y maternales que hemos recibido durante este Año. Lo que nos sale más espontáneo en este día es dar gracias a Dios por su compañía, auxilio y ayuda constante y discreta. El canto del Magníficat es la expresión de los sentimientos de María ante tantas gracias recibidas de Dios en el caminar de su vida. El Magníficat nos sirve también a nosotros para dar gracias a Dios por todos los bienes del Señor recibidos a través de María a lo largo de este Año. Necesitamos sentir su presencia discreta y eficaz, como en las Bodas de Caná, y a lo largo de toda su vida. Es nuestra Madre y nosotros la queremos como buenos hijos suyos.
Santa Isabel, la anciana prima de María, cuando se produce la llegada de María a su casa, en Ainkarin, la alaba gozosa: “Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. “En cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno”, le dice Isabel refiriéndose a Juan el Bautista, que crecía en su vientre. A la alabanza de su prima, la Virgen María responde con un bellísimo canto de júbilo, con el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las naciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí. Su nombre es santo”.
En el Magníficat se contiene la razón profunda de toda humildad. María considera que Dios ha puesto sus ojos en la pequeñez de su esclava; por eso en Ella ha hecho cosas grandes el Todopoderoso. En este tono de grandeza y de humildad transcurre toda la vida María. “¡Qué humildad, la de nuestra Madre María!
Descubrimos también las grandezas de María al situarnos, como ella, junto a la Cruz de su hijo Jesús, en el Calvario. “De pie, junto a la Cruz del Señor, estaba María, su madre, la madre del Señor”. La cruz, el dolor, el sufrimiento, la soledad, … se hicieron también muy presentes en la vida de María. También en las nuestras. Tenemos que aprender de Ella a alabar constantemente al Señor y a fiarnos de Él. Y a no rechazar las cruces, pequeñas o grandes que se presenten, inesperadamente, en nuestras vidas. Hay que abrazarnos a la Cruz, no rechazarla, pues Jesús nos abraza con su entrega y amor desde ella, nos expresa su amor, aunque tantas veces no lo podamos entender. Es un entrañable misterio de amor.
La virtud de la humildad, que tanto se transparenta en la vida de la Virgen María, es el reconocimiento verdadero de lo que somos y valemos ante Dios y ante los demás. Como Ella, debemos seguir aprendiendo a vaciarnos de nosotros mismos y a dejar que Dios obre en nosotros con su gracia.
La humildad se apoya en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y frente a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros siempre desmesurados deseos de gloria. La humildad, como virtud, no tiene nada que ver con la timidez o con la mediocridad.
La humildad no se opone a que tengamos conciencia de los talentos recibidos, ni a disfrutarlos plenamente con corazón recto; la humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, pertenece a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos. Con mucha frecuencia acudimos a María pidiendo ayuda, consuelo y auxilio. Ella es la Medianera de todas las gracias a María, Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano, porque es la Madre de Jesús y nuestra madre. Recemos a María para que ella nos acerque a su Hijo. Sus palabras y peticiones siempre son escuchadas gustosamente por su Hijo Jesucristo.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es “como un montón muy voluminoso de paja que habremos acumulado, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. No es posible la santidad si no hay lucha eficaz por adquirir esta virtud.
La humildad es, especialmente, fundamento de la caridad. Le da consistencia y la hace posible: “la morada de la caridad es la humildad”, decía San Agustín. Estas dos virtudes, humildad y caridad, “son las virtudes madres; las otras las la siguen como polluelos pequeños a la gallina”. En la medida en que la persona se olvida de sí misma, puede preocuparse y atender a los demás.
Que Nuestra Madre, Santa María, alcance de su Hijo para nosotros estas virtudes del agradecimiento y de la humildad que tanto necesitamos para vivir cristianamente en Dios y, desde Él, cercanos y llenos de amor y fortaleza, amando y sirviendo a los más necesitados de nuestro entorno.