+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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14 de septiembre de 2019

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l pueblo cristiano, apoyado en su fe y en la expresión de su religiosidad popular, contempla con mucho cariño, devoción y gran veneración a la Virgen María como Madre de los Dolores; como Virgen y Madre de Dios, como mujer cercana al dolor y al sufrimiento humano; como aquella a quien acudir confiadamente y con la seguridad de su pronta y generosa ayuda en los sufrimientos, dolores y dificultades de la vida; y como aquella a quién se puede mirar como modelo para afrontar, sin perder la paz, la alegría y la confianza en Dios, las dificultades de la vida y las cruces que el Señor permite en nuestras vidas. Sabemos que María, la joven llena de gracia, la llena de Dios, la elegida para ser la Madre de Jesús, el Hijo de Dios, se va a asociar estrechamente con su Hijo en su pasión y muerte en la Cruz, en sus dolores, soledad y sufrimientos. Por ello hablamos de María como corredentora, como aquella que unió sus dolores y sufrimientos a los de su Hijo Jesucristo para ayudarle en la obra de la Redención y salvación de los hombres. Nos sorprende también descubrir que gran parte de su vida va a estar marcada por el sufrimiento y el dolor, por muchos y grandes dolores.

La tradición cristiana, basada en los Evangelios, señala siete grandes dolores que  tuvo que afrontar María y que son objeto de devoción para los fieles cristianos: la profecía de Simeón por la cual una espada de dolor le atravesaría el alma; la huida de la Sagrada Familia a Egipto; los tres días que Jesús estuvo perdido en Jerusalén; el encuentro de María con su hijo Jesús cuando iba cargado con la Cruz camino del Calvario; su Muerte en la Cruz; el Descendimiento de la Cruz; y la colocación de su Cuerpo en el sepulcro. La devoción a los Dolores de María son una fuente inmensa de gracias divinas, porque estos dolores llegan a lo más profundo del Corazón de Cristo, pues son sufrimientos de María, su madre.

San Lucas nos relata el primer dolor, el que abrirá la puerta a todos los demás: la  profecía del anciano Simeón cuando los jóvenes esposos María y José, con el niño Jesús en brazos, suben al templo de Jerusalén para cumplir con el rito judío de la purificación de la madre y del rescate y presentación a Dios de su hijo primogénito.

El anciano Simeón, después de bendecir a los jóvenes esposos, se dirige a María y, movido por el Espíritu Santo, le descubre los sufrimientos que padecerá un día el Niño y la espada de dolor que a ella le traspasará el corazón. Señalando a Jesús, les dice: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción. Y, a ti María, una espada te traspasará el alma, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). María, mediante estas palabras proféticas del anciano Simeón, vislumbró la inmensidad del sacrificio redentor de Jesucristo y su colaboración e incorporación al mismo. E, igualmente, que Dios Padre le había asignado un puesto especialísimo en la Pasión de su Hijo: mantenerse en pie, firme en la fe, confiada en Dios, junto a la cruz de Jesús. El sufrimiento de la Madre –la espada que traspasará su alma, su corazón–tendrá como único motivo los dolores del Hijo, su pasión y muerte, y la resistencia de muchos a la gracia de la Redención, a conseguir su salvación eterna por Jesucristo, muerto y resucitado.

Las palabras dirigidas a María anuncian con claridad que su vida iba a estar íntimamente unida a la obra de su Hijo. “Y, a ti, una espada te traspasará el alma”.

El dolor de María en el Calvario fue más agudo que ningún otro sufrimiento en el mundo, pues no ha habido una madre que haya tenido un corazón tan entrañable y lleno de ternura y amor como el de María. Ella lo sufrió todo por nosotros para que disfrutásemos de la gracia de la Redención. Sufrió voluntariamente para demostrarnos su amor, pues el amor se prueba con el sacrificio.

María, sufriendo como ninguna madre es capaz de sufrir, aceptará el dolor con serenidad, porque conoce su sentido redentor. Dice el Concilio Vaticano II que: “La Santísima Virgen se mantuvo erguida junto a la Cruz de Jesús y firme en la fe(Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).

Al celebrar hoy esta Eucaristía en honor a la Virgen de los Dolores, Jesucristo nos invita a ofrecer, por la salvación propia y por la de los demás, los mil dolores, casi siempre pequeños, de nuestra vida y las mortificaciones voluntarias. La Virgen nos enseña a no quejarnos fuera de los límites de la normalidad ante los males que nos afectan, pues Ella jamás lo hizo; nos anima a unirlos a la Cruz redentora de su Hijo y a convertir nuestros sufrimientos en un bien para nuestra propia persona, para nuestros seres queridos, para la comunidad parroquial y para la Iglesia.

Cuando lo necesitemos, recurramos a María en demanda de auxilio y de consuelo, pues Ella estará siempre apoyándonos y ayudándonos. Somos sus hijos.

Que María, la Santísima Virgen de los Dolores, nos proteja, nos ampare a todos y nos mantenga siempre muy cerca de su Hijo Jesús.