+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
|
1 de febrero de 2021
|
82
Visitas: 82
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]U[/fusion_dropcap]nidos a toda la Iglesia, celebramos hoy litúrgicamente la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén, la fiesta de la Jornada de la Vida Consagrada, así como de los movimientos apostólicos de Vida Ascendente y Viudas Cristianas.
La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y a José que, en obediencia a la Ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante una ofrenda simbólica, dos pichones o un par de tórtolas (Lc 2,22-24).El gesto ritual de los padres de Jesús, que acontece en el estilo de humilde escondimiento que caracteriza la Encarnación del Hijo de Dios, encuentra una singular acogida por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana, que habían acudido también al templo. Por divina inspiración, ellos reconocen en aquel niño al Mesías anunciado por los profetas.
En este mismo día, la Iglesia celebra la Jornada de la Vida Consagrada. La narración que hemos escuchado en el Evangelio manifiesta la donación de la propia vida por parte de aquellos que buscando la voluntad de Dios optaron por vivir la vida cristiana en la Iglesia como consagrados al Señor, como religiosas, religiosos y consagrados con formas y carismas muy diversos, manifestando su entrega mediante la vivencia de los consejos evangélicos: pobreza, obediencia y castidad, rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente al Padre. Por ello, hoy celebramos la grandeza para la Iglesia del misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María y consagración de todos aquellos que, siguiendo e imitando la vida de Jesucristo y, unidos a Él, lo hacen presente en el mundo con su carisma o estilo de vida consagrada por amor al Reino de Dios.
«Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30). Son las palabras de Simeón, a quien el Evangelio presenta como un hombre sencillo: un «hombre justo y piadoso». Pero entre todas las personas que aquel día estaban en el templo, sólo él contempló en Jesús, en brazos de su madre María, al Salvador esperado. ¿Qué es lo que vio Simeón? Un niño, simplemente un niño pequeño y frágil. Pero en él percibió la salvación esperada, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel recién nacido «al Mesías del Señor» (v. 26). Tomándolo en sus brazos percibió desde la fe, que, en Él, Dios cumpliría sus promesas de salvación. Simeón se llenó de gozo y de paz porque sus deseos se estaban cumpliendo al ver y tener entre sus bazos a Jesús, el Hijo de Dios nacido en Belén.
También vosotros, queridos hermanos y hermanas miembros de la vida consagrada, sois personas sencillas que habéis encontrado en Jesucristo un tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas importantes y entrañables, como pueden ser la familia, bienes materiales, una profesión, una carrera académica o la formación de una familia, porque un día os encontrasteis con Jesús y os enamorasteis de Él y de su Evangelio. Cautivados por su mirada y llenos de su amor lo seguisteis agradecidos al don y misión que ponía en vuestras personas. Acogisteis el don que el Señor os quería conceder con los brazos y el corazón abiertos, como hizo Simeón. Consagrado es aquel que cada día mira en su interior y dice: «Todo lo que tengo y soy es un don, todo en mí es gracia del Señor». La vida consagrada es un don de amor que habéis recibido para el servicio de su Iglesia.
«Mis ojos han visto a tu Salvador». Son también las palabras que repetimos cada noche en el rezo de Completas. Con ellas concluimos la jornada diciendo: “Señor, mi Salvador eres Tú, mis manos no están vacías, sino llenas de tu gracia”. Dios nos ama siempre y se nos da, incluso aceptando nuestras miserias. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos renueva y somos confirmados por su amor y fidelidad.
Alegres por lo que significa nuestra vocación como regalo del Señor, hemos de estar muy atentos para no caer en la tentación de ver la vida consagrada con una mirada meramente mundana, donde la fe deja de ser luz y aparecen las tinieblas. La falta de fe, de luz interior, nos conduce a no ver a Dios y su amor como elemento fundamental de nuestras vidas, sino a quedarnos enredados en diversos sucedáneos: éxito, consuelo afectivo, hacer lo que quiero, olvido de la vocación o carisma. La vida consagrada, cuando no gira en torno a la gracia de Dios y al servicio al hermano necesitado, se repliega en el “yo individual”, pierde impulso, se acomoda y se estanca. Se reclaman espacios propios y derechos propios, aparecen las quejas continuas, las habladurías, las exigencias de adaptación a las dinámicas del mundo que nos rodea, la rutina, el pragmatismo, la resignación y el entumecimiento del corazón.
La vida consagrada, si se conserva en el amor del Señor, ve y vive gozosa su belleza y su misión. Ve que la pobreza no es un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los demás como las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía, al estilo de Jesús.
«Mis ojos han visto a tu Salvador». Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir y amar. No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo.
En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo?: En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos recibido. Es ahí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre.
«Mis ojos han visto a tu Salvado». Los ojos de Simeón vieron al Salvador porque lo aguardaban y necesitaban (cf. v. 25). Eran ojos que lo esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf.v.32). Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los consagrados, y de cualquier cristiano, tiene que ser siempre una mirada de confianza y de esperanza. Saber esperar. Mirando a nuestro alrededor y siendo conscientes de la disminución de vocaciones, es fácil desanimarnos. Por ello, miremos al Evangelio y veamos a Simeón y Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza, porque estaban muy cercanos al Señor, esperando de Él lo que parecía imposible. Ana «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor, fuente de nuestra esperanza, de nuestra fuerza y alegría. Si no miramos cada día al Señor, si no lo amamos de verdad con entrega generosa y confiada, si no lo adoramos, nos volvemos ciegos. Es importante en el día a día adorar y amar al Señor.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por el don de la vida consagrada que un día recibimos gratuita y gozosamente, y pidamos al Señor que nos conceda una mirada nueva, llena de fe, para agradecer el don que hemos recibido y para saber vivirlo con profundidad espiritual y con una entrega fiel y generosa en el carisma recibido en su Iglesia.