+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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26 de diciembre de 2019

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Testimonio de los Sacerdotes y Consagrados Suscita Vocaciones

La celebración de este tradicional Encuentro Sacerdotal en Navidad me ofrece la oportunidad de reflexionar con vosotros sobre un tema que me preocupa enormemente: la falta de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en nuestra diócesis de Albacete y la escasez seminaristas, niños y jóvenes, en nuestra diócesis. Se me ocurren dos remedios o ayudas fáciles de aplicar por nuestra parte: la oración asidua por las vocaciones sacerdotales y religiosas por parte de los sacerdotes y de todo el pueblo de Dios y el testimonio ejemplar de los sacerdotes, nuestro testimonio sacerdotal. Los dos remedios están a nuestro alcance.  

Primer remedio, la oración. Decía san Agustín que: “La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios”. Si aceptamos como cierta esta afirmación, en nuestra oración diaria y en nuestras plegarias, ésta necesidad y oración debe estar muy presente. Igualmente, en diversos actos piadosos que organicemos por esta intención con nuestros fieles: oración específica en la Oración de los Fieles, oración específica al finalizar la Misa, antes de la bendición en un día concreto de la semana, exposición del Santísimo Sacramento una vez al mes (¿jueves sacerdotal?) con esta intención y oración. 

Segundo remedio, nuestro testimonio sacerdotal. El testimonio suscita vocaciones.La fecundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende primariamente de la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la experiencia pastoral, está favorecida también por la cualidad y la riqueza del testimonio personal y comunitario de cuantos han respondido ya a la llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, puesto que su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes.  Por tanto, quisiera invitaros a todos vosotros, a quienes el Señor ha llamado a trabajar en su viña, a renovar generosamente vuestra respuesta de fidelidad sacerdotal.

 

No tengáis miedo, ni reparos, a hablar del tema de la vocación al sacerdocio o a la vida religiosa, de la llamada del Señor a los jóvenes, de forma individual o en grupo. Acompañarlos en su discernimiento. Hablarles de la grandeza de la tarea a realizar, de vuestras experiencias y alegrías en el ministerio, de la alegría de ser sacerdote de Jesucristo, de administrar sus sacramentos y de gastar su vida al servicio de los demás, especialmente de los más desfavorecidos y necesitados.

Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar llamados a dar testimonio con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a afrontar incluso la incomprensión, el rechazo, la persecución. La misión que Dios les había confiado los implicaba completamente, como un incontenible «fuego ardiente» en el corazón (cf. Jr20, 9), y por eso estaban dispuestos a entregar al Señor no solamente la voz, sino toda su existencia. En la aurora de los tiempos nuevos, Juan Bautista, con una vida enteramente entregada a preparar el camino a Cristo, da testimonio de que en el Hijo de María de Nazaret se cumplen las promesas de Dios. Cuando lo ve acercarse al río Jordán, donde estaba bautizando, lo muestra a sus discípulos como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn1, 29). Su testimonio es tan fecundo, que dos de sus discípulos «oyén­dole decir esto, siguieron a Jesús» (Jn1, 37).

También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descu­bierto en su «permanecer» con el Señor: «Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir Cristo- y lo llevó a Jesús» (Jn1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: «Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn1, 45). La iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana de cuantos acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en instrumentos de la llamada divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón, tomando prestadas unas palabras del Papa Benedicto XVI, deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que considero esenciales para un testimonio sacerdotal eficaz.

1º- Un elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y a la vida consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante unión con el Padre, y esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la comunión y el diálogo incesante con Dios. Si el sacerdote es el «hombre de Dios», que pertenece a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una profunda intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio que suscita vocaciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de Cristo debe haberlo conocido personalmente, debe haber aprendido a amarlo y a estar con Él.

2º- Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el don total de sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn3, 16). Con estas palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma lógica de Jesús que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. La imagen de Jesús que en la Última Cena se levanta de la mesa, toma una toalla, se la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expresa el sentido del servicio y del don manifestados en su entera existencia, en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn13, 3-15). Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la vida de especial consagración debe esforzarse en dar testimonio del don total de sí mismo a Dios. De ahí brota la capacidad de darse luego a los que la Providencia le confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena, continua y fiel, y con la alegría de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para que se abran al encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia de cada vocación va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive con alegría el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal, Pastores dabo vobis,39).

3º- Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al sacer­dote y a la persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó, como signo distintivo de quien quiere ser su discípulo, la profunda comunión en el amor: «Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos» (Jn13, 35). De manera especial, el sacerdote debe ser un hombre de comunión, abierto a todos, capaz de caminar unido con toda la comunidad que la bondad del Señor le ha confiado, ayudando a superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes e incomprensiones, a perdonar ofensas. Si los jóvenes ven a los sacerdotes alejados de la gente y tristes, no se sentirán animados a seguir su ejemplo, pues pensarán que ese es el destino final del sacerdote en la tierra. Por el contrario, si perciben en el sacerdote a una persona que lleva una vida coherente, que muestra la belleza de ser sacerdote, entonces el joven dirá: sí, esta vida puede ser también para mí un futuro feliz, mi forma de vivir la vida.

Recuerdo unas bellas palabras de san Juan Pablo II: «La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia -un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual-, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional» (Pastores dabo vobis,41). Se podría decir que las vocaciones sacerdotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un patrimonio precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida entera.

Por tanto, para promover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es indispensable el ejemplo de todos los que ya han dicho su «» a Dios y al proyecto de vida que Él tiene sobre cada uno. Avancemos por este camino. Ayudadme a avanzar juntos, en comunión, por este camino. 

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, custodie hasta el más pequeño germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama a seguirle más de cerca, hasta que se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la huma­nidad.