+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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16 de marzo de 2007
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Hemos comenzado escuchando la vocación del profeta Jeremías. En el origen de nuestra vocación está la iniciativa de Dios que ha aparecido en nuestra vida, que ha encendido nuestra libertad, que ha potenciado nuestra debilidad y nos ha enviado a una misión. “Los textos de vocación profética expresan admirablemente esta abismal diferencia entre lo que somos y lo que tenemos que llegara a ser y realizar en nombre del Señor; entre nuestra palabra balbuciente de niños o boyeros y la palabra de Dios que, fulminante como un rayo, descuaja y quema. Esta palabra será un fuego en sus huesos que no querrán apagar, porque aunque les queme, con ella les arden la vida y la esperanza. No podrán ya dejar de ser lo que son, porque su ser es existir entre el Dios que les envía y el pueblo al que son enviados. Su existir es desistir de sí, respondiendo a Dios y preexistiendo en favor de los hombres a los que son enviados (González de Cardedal. “Raíz de la esperanza”)
Queridos Juan y Fernando: Esta llamada, esta “llama que llama” se hace realidad hoy en vosotros, que habéis dado ya pasos importantes en vuestra entrega al Señor. Damos gracias a Dios porque siga habiendo jóvenes que estén dispuestos a consagrar su vida al Señor y a la Iglesia por la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios. Antes de que los humanistas nos enseñaran el valor de la libertad, el evangelio y los místicos nos habían enseñado que no hay mayor libertad que cuando esta se entrega por amor. Un amor que, cuando es verdadero, no calcula. Lo que confiere autenticidad al amor y real fecundidad a una vida es el darse “de una vez para siempre”. Os felicitamos y nos felicitamos por ello. Felicitamos al Seminario, a vuestros buenos padres y demás familiares, a vuestras parroquias de procedencia.
Venís, lo sabemos, disponibles para el don de vosotros mimos. Pero con ser esto hermoso, lo más importante en esta celebración no es lo que vosotros traéis u ofrecéis, es lo que el Señor os da. Abrid las manos y el corazón para acogerlo.
El Santo Padre, Juan Pablo II, de feliz memoria, definía la vocación como “don y misterio”: un don que Dios nos concede por pura gracia de predilección, y un misterio insondable: sólo Él sabe cómo y por qué nos ha llevado por este camino.
Sabéis tanto de la grandeza del don como de vuestra fragilidad. Lo vais a expresar postrándoos humildemente por tierra. El Señor con el acento personal de quien ya no os llama siervos, sino amigos, os dice: “No temáis. Yo estoy con vosotros”. Os acompaña la oración de la Iglesia peregrina y la intercesión poderosa de la Iglesia triunfante, especialmente os acompaña la Santísima Virgen, la mejor compañía, la más consoladora ayuda. Os acompañará, sobre todo, con una presencia especial el Espíritu que ungió a Jesús al comenzar su vida pública y que le envió a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los cautivos, el año de gracia del Señor. Vais a recibirlo por la imposición de mis manos y la oración de la Iglesia. Es el mismo Espíritu que os configurará de modo singular con Aquél que “no vino a ser servido sino a servir”.
Jesucristo es la fuente viva de la que nace continuamente el río de la Iglesia. El da a la Iglesia la capacidad de realizar sus funciones fundamentales: orar, vivir fraternalmente, anunciar el Evangelio, servir a los hermanos, sobre todo a los pobres. El es el que, actualizando el misterio de su muerte y su resurrección, la santifica y renueva. Y lo realiza respetando, prolongando y aplicando la ley de la encarnación, mediante signos humanos y materiales que lo hacen presente, patente y operante en la comunidad (J. M. Uriarte. Ministerio presbiteral y espiritualidad).
La Iglesia es memoria viviente de Jesús, continuidad y universalidad de su presencia y de su actividad. Todo cristiano participa de la misión de Jesús. No somos los obispos, los presbíteros y diáconos el signo exclusivo de Cristo. Pero los Apóstoles y quienes prolongamos el ministerio apostólico, en unos u otros grados, recibimos la capacidad y la misión de ser el signo, la carne y el cuerpo de esta presencia de Jesús en medio de una Iglesia de la que Él es la cabeza. Somos signos intensivos y sacramentales , mediante un sacramento que nos capacita, sin dejar de ser miembros, para hacerle presente en funciones que le son propias en el cuerpo y sobre el cuerpo de la Iglesia (cf. Ib.).
“Investidos de este misterio no desfallecemos, Dios ha hecho brillar la luz e nuestros corazones para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que brilla en el rostro de Cristo. El amor de Cristo nos apremia…. Somos embajadores de Cristo” (2 Co.) El embajador hace presente al que le envía. Nada menos y nada más.
La respuesta a esta encomienda tiene que ser el eje central y unificador de toda nuestra vida. Todos los días y en todas partes llevaréis encima esta representación del Señor, esta urgencia de hacer brillar en nuestro mundo la gloria de Dios, su belleza, que se refleja en el rostro de Cristo. Es una misión totalizante y totalizadora, no admite descansos, ni vacaciones, ni excepciones. En esta línea hay que entender el celibato al que os comprometéis.: renunciar a tener una familia propia para dedicarse en cuerpo y alma a formar la familia de los hijos de Dios.
“El Señor con amor de hermano elige a hombres de este pueblo para que por la imposición de manos participen de su sagrada misión”. El Espíritu es quien os unge. Seréis signos de Otro, de Jesucristo, signo para los otros, signo con los otros. Una característica del signo es la referencia al significado: No somos nosotros los salvadores, es Cristo quien salva. Otra característica del signo es la transparencia: Un signo opaco no dice nada, no remite a nada, es la negación del signo. Una tercera característica es la pro-existencia: Ser con Cristo para el Padre, ser para los demás, como lo fue Él. En la ordenación quedamos marcados por dentro con los rasgos de Cristo. No es un encargo que viene de fuera, es una transformación interior, que nos capacita para cumplir nuestra misión (cf. Ib.).
Esta transformación es una verdadera consagración. El Señor cuando nos llama al sacramento del orden no nos contrata como obreros temporeros, nos consagra. No somos ni sucesores, ni sustitutos de Cristo, lo hacemos inmediatamente presente en la comunidad. Eso significa ser sacramento de Cristo. Ello reclama amor de identificación, encarnar en nuestras pobres entrañas las entrañas de Cristo. Ello reclama amor de comunión.
Queridos Juan y Fernando: Me parece que no es descabellado afirmar que, en la misma tarde en que instituía Jesús la Eucaristía y el sacerdocio ministerial, instituía también el diaconado. Aquella tarde se ciñó una toalla, tomó una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.
Ser sacramento de la presencia de Cristo servidor en la comunidad es la función admirable del diácono: Servir incansablemente, de la mañana a la noche. Servir la mesa de los pobres y servir la mesa de la Eucaristía.
El servicio diaconal, desde los tiempos apostólicos, ha sido tenido siempre en gran honor en la Iglesia. Para San Ignacio de Antioquía no era concebible una Iglesia particular sin el obispo con sus presbíteros y diáconos. El diaconado no consiste tanto en determinadas funciones, que a partir de ahora, en comunión con el obispo y los presbíteros, podréis realizar, sino en el modo cómo realizaréis esta diaconía, este servicio: En nombre y con la autoridad del mismo Cristo. Y esto:
El rasgo más característico de la espiritualidad específica del diácono es el servicio. No porque sea exclusivo suyo, que toda la Iglesia, a imagen de María, es sierva de Dios y está al servicio de la salvación integral del hombre. Pero el diácono tiene que ser como un icono vivo de Cristo servidor.
La palabra “servir” está de moda, viste. Pero el servicio real es costoso, supone una cierta muerte a sí mismo. Ya veis cómo en el evangelio, después de tantas enseñanzas, después incluso, según la versión de Lucas, de haber visto a Jesús lavarles los pies, los apóstoles siguen discutiendo por los primeros puestos, incluso en el mismo contexto eucarístico.
Somos vasijas de barro, pobre vasijas de barro, que llevamos en nuestra voz, en nuestras manos y en nuestro débil corazón humano la riqueza y la fuerza de un don que nos desborda. Temblorosos, pero radiantes; pobres, pero inmensamente ricos; desarmados, pero inquebrantables, llevamos los cristianos por el mundo el tesoro de la Buena Noticia.
Contaréis, os decía, con la fuerza del Espíritu Santo. Y con la ayuda de la comunión de los santos que ahora, mientras yacéis postrados en tierra, manifestando así vuestra pobreza y pequeñez, la comunidad reunida invocará sobre vosotros.