+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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28 de junio de 2009

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Pedro y Pablo, dos hombres con caracteres e historias tan distintas, pero a los que la gracia de Dios convirtió en pilares del mismo edificio.

Tras la arrogancia de Pedro se escondía una debilidad capaz de llegar a la traición. La mirada de Cristo y su perdón pascual le hicieron descubrir que la fortaleza para confirmar a los hermanos no vendría de las propias fuerzas, sino de la gracia de Dios hecha confianza y llamada nueva.

La intransigencia empujó a Pablo a perseguir a sangre y fuego a quienes, según él, habían traicionado la Ley de sus antepasados. Tras su encuentro con Cristo como luz y llamada sería capaz de hacerse «todo para todos», incluso «gentil con los gentiles», con tal de anunciarlos la sorprendente novedad del Evangelio. Educado en el más riguroso judaísmo, Pablo haría el milagro de trasvasar la fe cristiana, engendrada en la matriz cultural hebrea, a los moldes de la cultura helenística. Pablo casa admirablemente experiencia mística y dinamismo apostólico. Nadie, ni nada -hambre, sed, azotes, persecuciones, incomprensiones o cárceles- le harían desistir de su misión. Uno y otro, Pedro y Pablo, sellaron con su sangre la fidelidad a su misión.

“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt.16,18). La piedra es la fe confesada por Pedro cuando proclamó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. La piedra es Cristo mismo. Apoyado en su fuerza y en su palabra Pedro es también piedra para sus hermanos. Oremos por quien es hoy Pedro, Benedicto XVI, expresión última de comunión eclesial.

Pues bien, en este día abrimos en nuestra Diócesis el año sacerdotal.

La extraordinaria figura del santo Cura de Ars, en el ciento cincuenta aniversario de su muerte, inspira, contextualiza y motiva la celebración de este Año Sacerdotal, inaugurado en la Basílica de San Pedro por Benedicto XVI el pasado día 19, festividad del Sagrado Corazón de Jesús.

Tanto en el discurso del Papa al anunciarlo ante los participantes en la XVI Asamblea plenaria del Congregación del Clero, como en la carta posterior encontramos las claves de fondo y los ejes a través de los cuales ha de girar este tiempo de gracia, destinado no sólo a los sacerdotes, sino a toda la comunidad eclesial y a la misma acción evangelizadora y misionera.

Una clave es el reencuentro con los mejores modelos y referentes sacerdotales, cuyos testimonios, más allá de las formas cambiantes, trascienden las épocas y culturas. La historia de la Iglesia atesora una pléyade innumerable de magníficos y santos sacerdotes que siguen siendo referentes válidos en lo fundamental para esta hora. La recuperación de la memoria y del legado de San Juan Mª Vianney es un acierto, una necesidad y una clave segura de de fecundidad sacerdotal y evangelizadora. (Cf. Rv. Ecclesia.Edittorial).

El Cura de Ars no lo tuvo fácil. Los ateos, los anticlericales atribuyen a vicios secretos la ascética delgadez de su cara, tan descarnada. Se hicieron sobre él canciones obscenas, garabatearon suciedades e insultos en sus puertas, le acusaron de haber seducido a una niña, van a insultarle bajo la ventana. Hasta el obispado, como suprema amargura, abre una investigación sobre él. Tampoco lo tuvo fácil con los compañeros. “Si hubiese sabido al llegar a Ars lo que iba a sufrir –dirá en alguna ocasión- habría muero en el acto”. En un momento de laicismo agresivo el Cura de Ars conmociona a toda Francia con el testimonio de su vida pobre, abnegada, apasionada por Cristo y por sus files.

El cardenal Hummes da otra clave para justificar la promulgación de este año sacerdotal. “Hoy –dice- vivimos en un mundo nuevo, con una cultura urbana, postmoderna y relativista, que impera en Occidente y se extiende a otras partes del mundo. Una cultura que considera que la religión debe ser relegada a la esfera privada de la persona. Pues es precisamente en esta cultura en la que los sacerdotes hemos de vivir nuestra vocación y misión. No debemos demonizar la cultura actual y decir que, ya que rechaza la religión, nosotros hemos de crear guetos para resistir. Esto es algo erróneo: la sociedad actual debe y puede ser evangelizada, lo mismo que ocurre con cualquier otra cultura. Por dos veces nos dice el evangelio de Juan que Jesucristo vino al mundo no para condenarlo, sino para salvarlo. Por ello, no debemos rechazar la sociedad actual, sino afrontarla con alegría, determinación, convicción y entusiasmo. Tenemos que explicarle la persona de Jesucristo y su palabra. Incluso el hombre y la mujer posmodernos y alejados pueden abrazar a Jesucristo”.

Otra clave, como indica la carta de la Congregación para el Clero es “promover y coordinara las diversas iniciativas espirituales y pastorales que se presenten para hacer percibir cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea». No somos una figura del pasado, ni en vías de extinción, tampoco una realidad opcional y de importancia relativa. El sacerdote es vital para la Iglesia y para el mundo. Es el primer evangelizador y dinamizador de la vida eclesial. Somos imprescindibles. Pero no tanto por lo que hacemos –mucho y muy importante-, sino por lo que somos, sacramentos de de Jesucristo, el Buen Pastor. En este sentido el año sacerdotal está llamado a contribuir al redescubrimiento de la real identidad sacerdotal, de los medios que la nutren, que la hacen posible y visible. Ha de ser un año para intensificar la espiritualidad sacerdotal cimentada sobre pilares seguros (la oración, la eucaristía, la práctica del sacramento de la penitencia, la austeridad y la singularidad de nuestra vida por una parte, y del ejercicio de la misión en comunión, corresponsabilidad y celo apostólico por otra.

Por eso, otra de las claves del año sacerdotal es la fidelidad. A la luz de la fidelidad de Cristo y de tantos santos sacerdotes conocidos o anónimos hemos de esforzarnos en vivir en fidelidad a la gracia y al carisma recibido. Se trata de un planteamiento en positivo, sin extender la sombra de la duda. “Es verdad -escribe el Prefecto de la Congregación del Clero, cardenal Hummes- que a algunos sacerdotes se les ha visto implicados en graves problemas y en situaciones delictivas. Obviamente es necesario continuar la investigación, juzgarles debidamente e infligirles la pena merecida. Sin embargo, estos casos son un porcentaje muy pequeño en comparación con el número total del clero. La inmensa mayoría de sacerdotes son personas dignísimas, dedicadas al ministerio, hombres de oración y de caridad pastoral, que consumen su existencia en actuar la propia vocación y misión y, en no pocas ocasiones, con grandes sacrificios personales, pero siempre con un amor auténtico a Jesucristo, a la Iglesia, al pueblo; que no sólo promueven la fe: también se baten por la dignidad humana, por los derechos humanos, por la justicia social, por la solidaridad con los pobres y con quienes sufren”. Por ello quiere la Iglesia mostrar la verdad, la belleza, la dignidad y la necesidad del sacerdocio; quiere reaccionar y no aceptar que sea ésta la imagen real del sacerdote católico, una imagen que humilla y hiere a la inmensa mayoría de los sacerdotes.

Otras claves y retos que se podrían reseñar serían la formación permanente del clero y la revitalización de la pastoral vocacional. Para dar razones sólidas y convincentes de la fe cristiana se necesita una permanente y reciclada formación. Sólo entendiendo esta nueva cultura seremos capaces de hablar a los hombres y mujeres de hoy.

El primer promotor vocacional es el mismo sacerdote. Si se ha dicho con razón que su mejor homilía es su propia vida. También su propia vida, -fiel, generosa, entregada, alegre y esperanzada – es la mejor semilla vocacional. Acabamos reclausurar el año paulino. Ya ha habido teólogos que han apuntado la relación entre el año paulino y el año sacerdotal, que va más allá de la pura sucesión cronológica (cf J Núñez. Rv. Vida Nueva).

Hay algunos elementos en Pablo que tienen carácter fundante para nuestro ministerio presbiteral. Uno es la gratuidad. El ministerio es un don de Dios: “Indigno de ser llamado apóstol, pero por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Co 15, 9, 10). A pesar de nuestras debilidades. “No es quesea capaz por mí mismo de hacer algo como cosa propia, pues mi capacidad viene de Dios)” (2 Co, 3,5).

Otro rasgo sería la paternidad, la imagen de que se sirve Pablo para hablar de su relación con las comunidades: “Nos comportamos con vosotros como una madre. Hemos sido para vosotros como un padre. Aunque tengáis diez mil pedagogos, padres no tenéis muchos, soy yo quien os he engendrado a la fe”. Una imagen que une responsabilidad y ternura. A la imagen paterna va asociado el motivo de la imitación: “Sed imitadores míos como yo de Cristo”. No es tarea del pastor hacer una comunidad clonada de sí mismo, pero sí darle la forma Christi; el apóstol es “pastor y forma del rebaño”.

Un tercer elemento es la configuración del apóstol con el misterio pascual. “configurarme con su muerte para alcanzar la resurrección”. Es la entrega del apóstol, cuyo cuerpo se convierte en sacramento de la muerte y resurrección de Cristo. La debilidad, las dificultades, la propia muerte son signos de la entrega oblativa por la que el apóstol pierde la propia vida para que otros tengan vida en Cristo: “la muerte actúa en nosotros y la vida en vosotros» ( 2 Co. 4,12).

Todo ello remite al fundamento trinitario del ministerio: don de Dios, configuración con Cristo, relación viva con el Espíritu Santo y con la Iglesia.

Os invito a acoger con gratitud este regalo del Santo Padre. Hay en la vida espiritual una forma exquisita de pobreza, que es fundamental para avanzar en los caminos de la fe: la que nos permite acoger la realidad sin reservas y sin prejuicios ideológicos prefabricados.