+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de febrero de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]elebramos hoy, con la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, la Jornada de la Vida Consagrada, instituida por el Papa Juan Pablo II, como expresión de su amor y estima por quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos.

La ley mosaica, en recuerdo de la salvación de los primogénitos de los hebreos al salir de Egipto, prescribía que después del nacimiento del primer hijo sus padres fueran al templo de Jerusalén para presentar y ofrecer su primogénito al Señor y para la purificación legal de la madre al cumplirse la cuarentena del parto. Es lo que hicieron también José y María con Jesús.

El evangelio da un especial relieve al episodio, sobre todo porque se convierte en una revelación importante en torno a la persona de Cristo. El viejo Simeón, preso de una incontenible emoción, inspirado por el Espíritu Santo, lo presenta como «luz de los pueblos, gloria del pueblo de Israel, signo de contradicción».
La tradición religiosa popular ha conservado este significado de Jesús-Luz del mundo en el signo humilde de las candelas que, una vez bendecidas, hemos portado en procesión camino del altar. La humilde candela que es signo elocuente de la luz que, desde la Navidad primera, no ha dejado de alumbrar a los hombres y de recordar que la vida del cristiano ha de ser luz en medio del mundo: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tinieblas y en sombras de muerte una luz les brilló», escuchábamos en la liturgia de la Nochebuena. Y seguía diciendo el texto: «Porque un Niño nos ha nacido». Sí, ese niñito que hoy vemos presentado en el templo es luz de los pueblos. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida», dirá más tarde.

En este día es costumbre en muchos lugares que las mamas y los papas presenten sus niños al Señor. Con ello quieren significar que los hijos son un don de Dios: «Yo no sé cómo aparecisteis en mi entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida…», decía la madre de los Macabeos, apelando a quien es el origen de todas las cosas. Pero no basta con ofrecer los hijos al Señor al inicio de la vida. Hay que preocuparse de su educación y de transmitirles la fe, aunque no sepamos qué quedará más tarde. Es la pequeña candela que entregáis a vuestros hijos y que recibisteis, en su nombre, el día de su bautismo.

La celebración de la Jornada de la Vida Consagrada nos ofrece la oportunidad de agradecer a Dios este don admirable, de encontrarnos todos como hermanos en esta gran la familia de la Iglesia; de renovar vosotros, queridos hermanos y hermanas, la consagración a Dios; y de reconocer que el otro, con su vocación específica, es para los demás un regalo del Espíritu. Nuestra Diócesis y su servicio a la sociedad serían inmensamente más pobres espiritual y apostólicamente sin vuestra vida y actividades. De vez en cuando los medios de comunicación se hacen eco elogioso de ello; pero lo que no se ve es más decisivo que lo visible, ya que sin las raíces no puede dar fruto un árbol. La fidelidad humilde y paciente a Dios nutre vuestras raíces. Formáis, queridos hermanos y hermanas, parte importantísima del tejido vital de la Iglesia.

Con vuestros diferentes carismas representáis una forma de vivir que fue floreciendo a lo largo de la historia de la Iglesia y que consiste en ser una configuración personal, comunitaria e institucional del seguimiento particular de Jesús. Vosotros reflejáis a Jesús, que por nosotros eligió ser pobre, que se hizo obediente hasta la muerte siendo el Hijo de Dios, que fue virgen, porque el Reino de Dios ocupó enteramente su corazón y su vida. Fue enviado por el Padre, su alimento fue hacer la voluntad del Padre, cada jornada suya arrancaba y desembocaba en la comunicación íntima con el Padre; y después de haber cumplido la misión recibida, retornó al Padre.

En medio del mundo levantáis la antorcha de vuestra fe proclamando que «solo Dios basta» y que, sin Él, caminamos a oscuras. Habéis apostado de manera radical por el amor a Jesucristo, por la fraternidad entre todos los hombres, por el servicio a los últimos. La historia de la humanidad sería más egoísta y mediocre sin vuestra presencia. El amor a Dios, acogido en vuestro corazón, os conduce a haceros prójimos de todos los heridos de la vida. No sois sin más cooperantes sociales del -desarrollo de los hombres y de los pueblos, sino que estáis llamados a reproducir la imagen de Jesús; y, de esta forma, vuestra vocación es un servicio generoso a la humanidad y a su auténtico progreso.

Simeón y Ana, como hemos escuchado en el Evangelio, llegaron a la ancianidad sin poso en su alma de resabios y decepciones; a pesar de los años no desfalleció su esperanza. Las pruebas no la sofocaron; más bien, la purificaron. Cuando Simeón tomó en brazos al Niño Jesús, bendijo a Dios por haber cumplido su promesa. Los dos ancianos son una estampa elocuente de la esperanza colmada. Desde la ancianidad se puede mostrar a los otros al que es la luz. Algunos de los consagrados/as contáis con muchos, sentís las limitaciones, la fragilidad y la incertidumbre ante el futuro. Jesús, que os mantiene el alma joven, puede hacernos nacer de nuevo (Jn 3,3-7).

Esta Jornada de la Vida Consagrada está marcada, como queremos que este marcado todo este año en la Diócesis, por la convocatoria del Papa a vivir el Año de la Fe y por la llamada a la nueva evangelización. Por eso, hoy pedimos al Señor nueva alegría en el creer y renovado entusiasmo para su transmisión.

Si recordáis, unas palabras del canto del anciano Simeón, «luz para alumbrar a las naciones», sonaron como música de fondo en el Concilio. Esté unió las tres expresiones, «luz de Cristo», «luz de la Iglesia» y «luz de las naciones», articulándolas entre sí. En la medida en que la Iglesia se deje iluminar por Jesucristo, podrá irradiar sobre la humanidad la luz del Evangelio. En la fiesta de hoy, tradicionalmente conocida como «las candelas», queremos que la luz de Cristo ilumine nuestro rostro para ser espejos del Señor. Para evangelizar debemos ser evangelizados; para testificar a Dios necesitamos el encuentro con Él. Sin fe gozosa no hay apóstoles decididos. En la inmensa tarea de la nueva evangelización, los religiosos y todos los consagrados sois imprescindibles. Cuanto más arraigada esté nuestra vida en Dios, seremos mejores evangelizadores en la hora presente.

Queridos amigos y amigas, que la memoria de vuestra consagración se convierta en aliento esperanzador. La identidad mantenida con fidelidad es garantía de pervivencia en el futuro. No queramos otra esperanza que la de ser fieles en la vocación y en la misión que hemos recibido del Señor. Sin la comunión con Jesucristo y con la Iglesia no hay ni futuro ni fecundidad apostólica.

En este día os doy las gracias a todos los que, escuchando la llamada del Señor, habéis respondido con un sí en la diversidad de carismas que promueve el Espíritu y servís a la Iglesia y en particular en nuestra Diócesis de Albacete. Y a todos los aquí presentes os pido que recéis por las vocaciones y valoréis el valor y la misión de la Vida Consagrada en la Iglesia y en la sociedad de hoy.