+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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15 de diciembre de 2006
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Queridos hermanos:
Con el acto de la de toma de posesión, inicio hoy, en este tiempo de esperanza que es el Adviento, mi ministerio como Obispo de esta Iglesia de Albacete. Con temblor y temor, quisiera hacer mías las palabras de San Pablo: «Doy gracias a Dios, Señor nuestro, que me ha considerado digno de confianza al encargarme este ministerio» (1Tim.1,12). Ministerio que asegura, de generación en generación, la fiel continuidad con la Iglesia apostólica, la comunión de fe y de vida en esta Iglesia, con el resto de las Iglesias esparcidas por el mundo y, singularmente con la Iglesia de Roma, que «preside en la caridad». Agradezco al Papa Benedicto XVI este nuevo gesto de confianza en mi persona y renuevo, en unión con esta Iglesia diocesana, mis filiales sentimientos de afecto y comunión con la Sede de Pedro.
Vengo de la antiquísima Iglesia de Coria-Cáceres a la que he querido con toda el alma. Nunca se olvida el primer amor. Con idéntico amor quiero ya a esta Iglesia de Albacete, que hoy me ha acoge con una generosidad que excede en mucho a lo que merece mi persona.
Agradezco las palabras tan amables y cariñosas del Sr. Administrador diocesano, que ha regido con entrega y competencia la Diócesis durante los meses de Sede vacante. Expreso mi gratitud a los obispos que me han precedido: Monseñores Arturo Tabera, Ireneo González, Vitorio Oliver, de quien he recibido palabras de aliento y afecto desde tierras peruanas, y de manera especial, a mi predecesor inmediato, D. Francio Cases: El eco de gratitud y amor a su persona, que sigue resonando en el corazón de todos los albacetenses, acredita el buen servicio realizado. Deseo seguir ahondando y prolongando los surcos abiertos por tan admirables predecesores. Desde aquí envío un saludo muy afectuoso , en nombre de todos los diocesanos y en el mío propio a nuestro querido D. Ireneo, Obispo emérito de esta Iglesia, a D. Alberto Iniesta y a nuestro obispo misionero.
Saludo al Sr. Nuncio Apostólico que, en nombre del Santo Padre ha tenido la amabilidad de darme posesión. ¡Muchas gracias, Sr. Nuncio!. Saludo al Sr. Cardenal Arzobispo metropolitano de Toledo, y al Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid, a los demás Sres. Arzobispos y Obispos, de quienes he recibido en estos días nuevas pruebas de amistad y afecto colegial. Vuestra presencia hace patente la comunión de las iglesias que presidís con esta Iglesia de Albacete y con su obispo. Os saludo con afecto fraterno a los presbíteros y diáconos de Albacete, a partir de hoy mis más inmediatos colaboradores; a los presbíteros de Coria-Cáceres, a quienes estoy tan agradecido por haber hecho tan llevadera mi misión en aquella Iglesia, a los presbíteros de Plasencia, Mérida–Badajoz y demás hermanos que habéis venido de la Conferencia Episcopal y de otras Iglesias. ¡Muchas gracias!.
Saludo con gratitud y admiración a los miembros de la vida consagrada, que en la pluralidad de vuestros carismas presentáis el rostro más bello de esta Iglesia. Un saludo muy especial para las comunidades de vida contemplativa, que, desde el silencio de los claustros, estáis con nosotros. Saludo a los seminaristas, la más prometedora esperanza de nuestra Iglesia. Y sin que el orden de nominación disminuya la estima y el afecto, os saludo cordialmente a todos los fieles cristianos de Albacete , que sois la porción más numerosa de nuestra Iglesia, a la que hacéis presente en el corazón del mundo. Saludo a todos los amigos que habéis hecho el sacrificio de venir desde la Diócesis de Coria-Cáceres, de Plasencia, de Mérida-Badajoz y de otros lugares.
Saludo con deferencia a las Excmas Autoridades -civiles, judiciales, académicas y militares- de rango regional, provincial o local, así como a los Sres. Alcaldes de Cáceres y de Coria. Agradezco mucho su presencia, que tanto nos honra. Saben que pueden contar con mi humilde colaboración, desde la misión propia de la Iglesia, para todo lo que redunde en bien de esta tierra y de su gentes.
No puedo dejar de recordar a mis buenos padres, que estoy seguro que, desde la casa del Padre, interceden por mí. Gratitud especial a mis hermanos y demás familiares, a quienes Dios sabe cuánto debo y quiero.
Mis queridos diocesanos: El ministerio episcopal, aunque tiene una misión peculiar y ocupa un lugar propio en la Iglesia, no me sitúa por encima de vosotros, ni fuera del conjunto: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano» (San Agustín). Sé que sólo haciéndome discípulo, podré ser buen maestro; sólo acogiendo yo mismo la salvación de Dios podré ser mejor dispensador de sus misterios, sólo haciéndome servidor ejerceré dignamente el gobierno pastoral. Más que en mis fueras y cualidades pongo la confianza en el Espíritu. Confío mi ministerio a la solicitud maternal de Nuestra Señora de los Llanos, patrona de esta ciudad y de la Diócesis. La fidelidad que os invito a pedir para mí, la pido para todos los diocesanos, especialmente para los presbíteros, constructores conmigo de la comunión eclesial. Confío en vuestra leal colaboración así como en la de todos los diocesanos, a la vez que solicito vuestra comprensión para mis limitaciones.
Me han preguntado los periodistas por mi programa pastoral. Les he contestado que me sumaré con mucho gusto al de la Diócesis, que está centrado en la Eucaristía. La Eucaristía, corazón de la Iglesia, ha de se el eje de nuestra vida y de nuestra acción pastoral.
No conozco suficientemente la realidad de esta Iglesia y de esta sociedad albacetense: Estoy seguro de que en uno y otro campo hay realizaciones y proyectos admirables de futuro. Como estoy seguro que os ocupan y preocupan, junto a los problemas personales y sociales que conlleva una sociedad urbana en creciente desarrollo y los que afectan al futuro de nuestro mundo rural, los grandes desafíos actuales de la humanidad, cuyas repercusiones llegan a todos los rincones del planeta: la mundialización, como rostro del nuevo milenio; el gran desafío de la pobreza y la exclusión, tan visible en los sin techo, los enfermos, encarcelados, etc.; el problema sangrante, nunca mejor dicho, del respeto a la vida en todas sus fases; la complejidad del fenómeno migratorio y la integración de estas personasen nuestra sociedad; el reto de las tecnologías de alto riesgo, su poder de destrucción o su poder casi de creación, que pretende llevarnos a lo que alguien llamó irónicamente «Un mundo feliz»; la llamada crisis de valores, que parece que hubiera dado lugar al «todo vale» y a que la búsqueda de la verdad hubiera dejado de apasionar a la inteligencia; el diálogo interconfesional e interreligioso, tan necesarios para afirmar juntos a Dios como Dios, para distinguir lo que es la seriedad de una fe de lo que puedan ser los fundamentalismos religiosos, para ofrecer juntos a la humanidad del tercer milenio aquellos valores espirituales y transcendentes comunes que ésta necesita recobrar para fundamentar el proyecto de una sociedad digna del hombre, para trabajar unidos por la paz y el entendimiento entre los pueblos y culturas, como reiteradamente nos enseña Benedicto XVI.
Y pensando en la vida interna de la Iglesia, sé que os ocupa y preocupa, como al resto de Iglesias de nuestro hemisferio occidental, la frágil y difusa identidad cristiana de tantos bautizados, la débil transmisión de la fe a las nuevas generaciones, la escasez de vocaciones a la vida sacerdotal, a la vida consagrada y al matrimonio, tan vulnerable y tan vulnerado éste en el momento actual: lograr, en definitiva, comunidades vigorosas capaces de anunciar y hacer presente en nuestro mundo el amor de Dios, que en Cristo se ha rebajado hasta los infiernos de la vida y de la muerte, para levantarnos a la dignidad de hijos de Dios y de hermanos de todos los hombres. Unas y otras son situaciones y problemas que ocupan y preocupan a vuestro obispo, que lleva en el corazón, porque anda por medio la dignidad del hombre, su plenitud o su fracaso, y el servicio evangelizador de nuestra Iglesia.
Como os decíamos recientemente los Obispos, «los cristianos, viviendo santamente en medio del mundo, tenemos que ser testimonio viviente de que el amor verdadero, respetuoso, fiel, gratuito, universal y efectivo es posible . El ejercicio y el servicio de la caridad es la norma suprema de nuestra vida; es la verdadera raíz de la presencia y de las intervenciones de los cristianos y de la Iglesia en la sociedad… Adorar a un Dios que se nos ha manifestado como amor nos permite y nos obliga, a un tiempo, a reconocer el amor como fondo de la realidad y norma de nuestra libertad.» (Ib. 74). ¿Puede molestar a alguien nuestra afirmación de Dios? Nos duele, por eso, que a algunos les resulte difícil armonizar la legítima aconfesionalidad del Estado y el derecho de los ciudadanos a profesar individual o públicamente sus creencias.
Al inicio de mi ministerio episcopal entre vosotros, pido al Señor, con el texto de una de las plegarias eucarísticas, que nuestra Iglesia de Albacete «sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegaria eucarística V/ b)
Permitidme volver ahora a los textos de esta celebración. En las preguntas que me hacían los periodistas, que seguramente son las de muchos diocesanos, me parecían resonar las preguntas que hacía a Juan aquella buena gente de Palestina, gente sencilla, realista: «¿Qué tenemos que hacer, qué camino nos marca el nuevo Obispo?».
Hoy, no se me ocurre nada mejor, además de lo ya dicho, que invitaros a hacer vida la palabra de Dios que ha sido proclamada. Dejémonos llevar de la mano de Juan Bautista, titular de nuestra Iglesia Catedral. Su palabra no se va por las ramas, apela a lo esencial: -«unas pocas palabras verdaderas”-, que diría el poeta.
Ante las preguntas de las multitudes, la respuesta de Juan es clara, neta, precisa, realizable sin tardanza. Nada de esoterismos. Es en la vida de todos los días donde debe manifestarse corporalmente la conversión, el cambio de corazón y de vida. Para verificarlo basta mirar al armario, a la despensa, a la cuenta corriente, a lo que unos sobra y a lo que a otros falta. Mensajero de un Dios que es amor, sabe Juan que el Reino de Dios, cuando es acogido en el corazón del hombre, tiene que traducirse en una resplandeciente manifestación de la justicia de Dios, que es salvación del hombre, de todo el hombre.
El evangelista destaca entre las multitud a los peor vistos, a los que entonces eran considerados pecadores por excelencia: los que se enriquecían a costa de los pobres aprovechándose de una especie de inmunidad profesional o de su fuerza . También a ellos les invita a convertirse. Basta respetar la justicia, no utilizar su situación en provecho propio, respetar el derecho.
A esta lista de pecados podríamos sumar los pecados habituales de cada uno de nosotros: los pecados del obispo y los del presbítero, los del político y los de la gente de a pie, los del profesor y los del alumno, los del médico y los del paciente , los de padres y madres de familia y los de los hijos, los del empresario y los del obrero asalariado. ¡Qué renovación navideña de la sociedad si todos los bautizados nos sometiéramos a esta saludable liturgia penitencial a la que invita el Bautista!.
El relato de Lucas podía haberse detenido aquí: reducir la conversión a estos aspectos humanos, sociales, morales. Pero las multitudes esperaban algo más. «El Pueblo estaba en expectativa y se preguntaba, en su corazón, si Juan no sería el Mesías». Las multitudes son llamadas ahora pueblo, como si la masa anónima accediera a un nivel superior de conciencia. Cuando la gente empieza a compartir objetivos comunes, entonces deja de ser masa y empieza a convertirse en pueblo.
No esperaban sólo algo, sino a Alguien. Como en tantos hombres y mujeres de hoy, que no saben nombrar a Aquel que esperan en su corazón, había entonces como un deseo secreto, una aspiración oculta en lo profundo del alma, que no sabían o quizá no se atrevían a expresar.
Juan, que por una suerte de gracia profética ha leído en su interior, les invita a abrir el corazón par el encuentro con el que viene: «El os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Este me parece el meollo del texto evangélico: La necesaria intervención de Dios y su acogida para cambiar nuestro corazón. El Evangelio antes de ser moral o precepto es gracia, antes de ser exigencia es don.
Juan se vale de tres imágenes expresivas: la inmersión, el viento y el fuego, para hacernos entender que el Espíritu del Dios nos sumerge en una vida nueva, nos recrea y purifica, es como el viento recio que separa el grano de la paja en la era, como un fuego capaz de quemar todas la impurezas. Son, si recordáis, los mismos signos de Pentecostés, llamados a recrear la Iglesia en cada nueva encrucijada histórica, en la vida de cada día. El juicio que separa el grano de la paja tendrá su cumplimiento pleno y definitivo cundo el Señor venga en manifestación de poder y de gloria al final de los tiempos. Entonces quedará patente el valor de cada cosa, su real peso y media.. Pero el juicio y la salvación son también una realidad ya presente y operante en la medida en que cerramos la puerta del corazón o la abrimos para acoger la palabra de Dios y su gracia sanadora. «¡Preparad el camino al Señor», nos grita Juan.
Y concluye así el fragmento del evangelio: «Con estas exhortaciones , Juan anunciaba al pueblo la Buena Noticia»: No cosas terribles ni aterradoras, sino una Buena Noticia.
En el día de Navidad , tan cercano ya, la liturgia nos alegrará el alma con la afirmación más trascendental de nuestra fe cristiana: «La palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros. En la palabra estaba la Vida, y la Vida era luz de los hombres. A los que la acogieron les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1)
Esta esperanza es la que presiente, ante la proximidad de la Navidad, la liturgia de este tercer domingo de adviento, agotando los verbos que tienen que ver con la alegría: «Regocíjate, alégrate, goza de todo corazón: El Señor ha cancelado tu condena, está en medio de ti y ya no temerás.» Son palabras que nos suenan a caricia de Dios.
Cada uno llevamos a la espalda una historia personal en la que seguro que menudean los fracasos, las cosas mal hechas, el pecado. La liturgia de la Iglesia, donde el pasado y el futuro se dan cita en el presente, nos permite empezar siempre un tiempo nuevo en que el amor y el perdón de nuestro Dios son verdad Por eso Pablo nos alienta a los cristianos de hoy, a las puertas de la Navidad, como ayer a los filipenses, con un idéntico mensaje de alegría: «Estad alegres en el Señor. Os lo repito: Estad alegres. El Señor está cerca». Si las palabras citadas antes nos sabían a caricia de Dios, éstas nos llegan como un aguinaldo anticipado de Navidad ¡Dejad que Cristo entre en vuestra vida!
Este quiere ser también el mensaje de vuestro obispo en el día en que toma posesión de esta sede, o, si os gusta más, el día en que está Sede toma posesión de su nuevo Obispo. No lo dudéis: el Evangelio no es un yugo que oprime, es una buena noticia que libera. Os lo digo especialmente a los jóvenes: No es un obstáculo a vuestra realización, es una propuesta de felicidad, de plenitud. Con el siempre recordado Juan Pablo II al inicio de su pontificado, os reitero su invitación a los jóvenes y a todos los files de esta Iglesia: » ¡Abrid las puertas a Cristo!». Lo más grande, lo más hermoso, lo más consolador que nuestra Iglesia puede ofrecer a los hombres de hoy, como a los de ayer, no son ni siquiera sus admirables obras sociales: Es Jesucristo mismo, su Reino, su amor, su salvación. Lo demás vendrá por añadidura
Hermanos: No se trata de imponer nada a nadie, que la verdad, según la regla de oro del Concilio Vaticano II, sólo se impone por el dinamismo de su propia fuerza y belleza. Es hora de evangelizar: de dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe. 3,15), «explicitada por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús, su persona, su amor, su doctrina, su vida, sus promesas, su reino» (cf. E. N. 22). «Proponer la verdad evangélica con absoluto respeto a las opciones que luego pueda hacer cada uno es un atentado, sino un homenaje a la libertad» (cf. E. N. 80). «Sé que hoy no es tarea fácil ésta, que, a veces, hay que sembrar entre lágrimas. Pero no actuemos como evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino como quienes han recibido en sí mimos la alegría de Cristo. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de nuestro tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda» (cf. E.N.76,77)
Adviento: ¡El Señor viene!. El Bautista lo anuncia como la Buena Noticia, la mejor noticia. La Virgen de los Llanos nos está invitando permanentemente a acogerlo desde su regazo maternal. Acojámoslo ahora, en el pan vivo de la Eucaristía.
Amen.