+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de abril de 2007

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¡Bienvenidos, hermanos sacerdotes, a la Misa Crismal, mi primera misa crismal con vosotros! La proximidad del Jueves Santo y el aroma del aceite que llena las ánforas nos evoca nuestra ordenación (La de algunos de vosotros en esta misma Catedral).

Nos alegra que estéis con nosotros una representación cualificada de la vida consagrada y de laicos, que habéis venido acompañando a vuestros presbíteros. ¡Sed también bienvenidos! En vosotros reconocemos a todos los hermanos y hermanas que trabajan con admirable generosidad en esta Iglesia. La Catedral no simboliza a una u otra comunidad concreta. Por ser la Iglesia del Obispo, la Iglesia madre, es símbolo elocuente de la Iglesia diocesana en su totalidad. Es ésta una ocasión en que significante y significado, continente y contenido, se identifican al máximo. Nos alegra que nos acompañe Mons. Toé, obispo emérito de Dedougou, una diócesis tan hermanada con la nuestra, y su secretario, huéspedes de nuestra Iglesia de Albacete. Ellos nos ayudan a sentir la catolicidad y la obligación misionera de la Iglesia. Sentimos muy presentes con nosotros a Mons. Alberto Iniesta, tan nuestro y tan querido por todos. Sentimos la ausencia de los hermanos a quienes la enfermedad o los muchos años les impiden acompañarnos.Y desde aquí enviamos un recuerdo afectuoso a D. Ireneo, pidiendo al Señor que le conforte en su enfermedad, así como a sus buenas hermanas que le cuidan con tan admirable dedicación y amor. Recordamos a los obispos y sacerdotes misioneros salidos de nuestro presbiterio. Recordamos a los hermanos que ya están en la casa del Padre.

Conocemos bien los textos proclamados. Isaías habla a un pueblo expatriado al que anuncia la libertad, el consuelo, la alegría y un admirable promesa: «Y os llamaréis sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios, la estirpe que el Señor ha bendecido» Palabra alentadora era también la del Apocalipsis.

Y hemos escuchado el texto evangélico. Lo oímos en la sinagoga de Nazaret, aplicando Jesús a sí mismo Jesús el texto de Isaías. Cristo es el ungido por excelencia. El Espíritu Santo es quien unge, o, si queréis, es la unción misma. Y el cristiano es un ungido, que eso significa literalmente la palabra » cristiano».

La unción ha estado presente en todas las fases de la Historia de la Salvación: En el Antiguo Testamento, como figura; en el Nuevo Testamento, como acontecimiento; en la Iglesia, como sacramento. La figura anuncia; el acontecimiento realiza; el sacramento actualiza.

El Espíritu ungió a Jesús en el Jordán, al comenzar su vida pública, y con la fuerza del Espíritu se fue manifestando como gracia, liberación y salvación para los hombres. Lo acabamos de escuchar. El lo sigue derramando sobre la Iglesia . El vaso de alabastro roto por la mujer del evangelio -«la casa se llenó de perfume» (Jn.l2,3)- era como un símbolo de la humanidad de Cristo, el verdadero vaso roto en la cruz para difundirse por la Iglesia, que nacía de su costado abierto, como nueva Eva, joven, radiante como una novia, la novia del Cordero.

Objetaba el pagano Celso, en el siglo segundo: «¿Cómo puede un hombre solo, que vivió en una oscura aldea de Judea, llenar la tierra del perfume del conocimiento de Dios, como decís vosotros los cristianos?». Y le respondía Orígenes: «Jesús ha recibido la unción con óleo de alegría en toda su plenitud. Aquellos que participamos de él, cada uno según su propia medida, participamos también de su unción. Siendo Cristo la cabeza de la Iglesia, que forma con El un solo cuerpo, el óleo, derramado sobre la cabeza, baja, como lo hacía por la barba del sacerdote Aarón, hasta la orla de su vestido» (cf.Sal.l33). Desde la cabeza, que es Cristo, se expande la mancha del aceite, el aroma del Espíritu Santo, por el cuerpo de la Iglesia hasta la orla del vestido, hasta donde la Iglesia toca y se abraza con el mundo. Eso hemos empezado pidiendo en la colecta: «Padre, que has consagrado a tu único Hijo con la unción del Espíritu Santo, y lo has constituido Mesías y Señor, concédenos hacernos partícipes de su consagración y ser testigos en el mundo de su obra de salvación». 

«El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ha ungido»: Necesitamos escuchar de nuevo esas palabras; afirmar con Jesús que hoy se están cumpliendo en la Iglesia, comunidad de ungidos y enviados. Decir Espíritu es decir fuerza, vida, aliento divino.

La fuente del Espíritu está excavada en el costado de Cristo traspasado. Por eso, bendecimos los óleos y consagramos el santo crisma en la proximidad del Jueves Santo, cuando se celebra la Pascua. Están emparentados con el sacramento fundamental que a todos contiene y que es la Eucaristía, presencia viva de Jesús y manantial perenne del Espíritu, eje de nuestro programa pastoral diocesano. Llevadlos con veneración a cada una de vuestras parroquias, custodiadlos con esmero; utilizadlos con sentido reverente. Y pregonad la Buena Nueva de la Salvación que en ellos se significa.

El hecho de bendecir los óleos y consagrar el crisma en una misma celebración, con un rito reservado al Obispo, expresa que es el mismos y único Espíritu el que actúa en toda la Iglesia , que es una y única la misión, aunque sean distintas las funciones. Sería una grave distorsión el que los adjetivos o los apellidos, las distintas pertenencias o sensibilidades eclesiales, empañaran esta realidad substantiva de la comunión en el único y mismo Espíritu, la participación en la misma y única misión, la pertenencia a la misma Iglesia diocesana.

Pero permitidme, hermanos religiosos y laicos, que ahora me refiera a los presbíteros. Hoy es un día muy nuestro. Estamos celebrando anticipadamente el Jueves Santo, en que Jesús instituyó el ministerio sacerdotal. Sé que os interesa lo nuestro Venid con nosotros al Cenáculo. Sentaos junto a nosotros con Jesús y con los doce para observar sus gestos y escuchar sus palabras. Huele a pan reciente, a vino generoso. De cada uno de nosotros, hermanos sacerdotes, se podía decir, respecto del Cenáculo, lo que el salmista dice de los pueblos respecto a Jerusalén: «El Señor escribirá en el registro de los pueblos: éste ha nacido allí» (Sal.87,6).

El sacerdocio ministerial, nacido a la sombra de la Eucaristía, es, ante todo, un don, un regalo del Señor a la comunidad para perpetuar en ella, a través de nuestro ministerio, la función de Cristo cabeza, pastor, guía, esposo de su Iglesia.

Sabemos que esto nos exige una identificación singular con su persona y sus sentimientos. Encarnar, como he dicho tantas veces, en nuestras pobres entrañas las entrañas del Buen Pastor -su misericordia, su ternura, su solicitud pastoral, su acogida a todos, sobre todo a los pecadores, actualizar la ofrenda de su vida- es la razón de ser de nuestra vida. «Oficio de amor es apacentar el rebaño del Señor», decía San Agustín.

Valoremos, hermanos, nuestro ministerio, démosle gracias a Dios por habernos llamado, y pongamos el mayor empeño en suscitar continuadores nuestros. Seamos conscientes de lo que supone la carencia de nuevas vocaciones. Es seguramente el problema más grave de nuestra Iglesia. Si no hay pastores ¿quién va a cuidar del rebaño, quién lo va a apacentar, quién va a partirles el pan de la Palabra y de la Eucaristía? No sabéis cómo duele intentar dar el relevo a los mayores o a quienes, llenos de energía, llevan tantos años en pueblos pequeños, con personas casi sólo mayores, haciendo tantos kilómetros de aldea en aldea, y ver qué difícil es encontrar ese relevo que humana y espiritualmente necesitan ya.

Sabemos que no es fácil esta tarea que empeña toda nuestra vida y en que las compensaciones materiales son, por lo general, más bien escasas. Como humanos, no siempre somos insensibles a la falta de estima, a la indiferencia, al cansancio y a la soledad, que son, tantas veces, nuestra pasión y nuestra cruz. Por eso, quizá, algunos hermanos no resistieron y buscaron otros caminos. Para ellos nuestro recuerdo afectuoso y nuestra oración fraterna.

Esa cruz y la gloria del encargo confiado es lo que suscita también en el pueblo cristiano el cariño y la estima de nuestro ministerio, como he podido comprobar en tantas ocasiones con motivo de bodas de oro o plata sacerdotales o con motivo de la muerte de algunos hermanos sacerdotes.

Sabéis que no tenemos fácil, ni dentro ni fuera de la Iglesia. Nos tocará pasar momentos duros. Es verdad que ha aparecido con demasiada frecuencia nuestra fragilidad, que nuestra vasija es de barro. Hemos de reconocer la debilidad, el pecado y la incoherencia también en nosotros, que tenemos obligación de ser, en un mundo cargado de contradicciones, referentes evangélicos para nuestro pueblo. Decía un hermano Obispo que no somos, por lo general, águilas que volamos en impecables trayectorias de altura; que nuestra trayectoria se parece más a la de la paloma herida que, una y otra vez, intenta retomar el vuelo. El mismo Papa, Juan Pablo II, nos recordaba, en unas de sus cartas del Jueves Santo, cómo en el mismo Cenáculo no sólo se consumó la traición de Judas, sino que allí mismo se anunció la amarga profecía de las negaciones de Pedro. Seguro que el Señor, al elegiros a vosotros y a mí, no se hacía ilusiones, y, sin embargo, en esta debilidad puso el sello sacramental de su presencia.

Doy gracias a Dios porque detrás de todos vosotros se esconde una historia de fidelidad que, en algunos, llega ya a los cincuenta años, gastando en silencio la vida, día a día. Esas historias no ocuparán ni una línea de ningún periódico, ni merecerán la atención de un minuto de tiempo informativo. ¿Qué lo vamos a hacer? El Señor, que es buen amo lo recompensará con creces.

A los miembros jóvenes de nuestro presbiterio, quiero recordaros que un buen número de los hermanos aquí presentes cuentan con muchos años de ministerio y con goteras serias en su salud, que llevan a sus espaldas el cansancio de muchas jornadas. De vosotros, que sois savia nueva, esperamos disponibilidad generosa, fidelidad a toda prueba, vigor juvenil frente a las adversidades, aliento fresco para nuestra fraternidad sacerdotal, decisión para promover los carismas del laicado y sensibilidad honda ante las pobrezas y marginaciones de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Eso es, hoy y aquí, encarnar la caridad pastoral de Jesús o, si queréis, vivir la espiritualidad sacerdotal.

Queridos hermanos, miembros de la vida consagrada y laicos que nos acompañáis: Queremos seguir sirviendo a esta Iglesia que amamos. Queremos seguir haciéndolo a pie de obra y sin horario, como lo venimos haciendo. Que lo sepáis. Y eso, aunque las fuerzas sean escasas y nos pese la losa de la increencia de algunos y la indiferencia de muchos, incluso bautizados. Llevamos un precioso tesoro en vasijas de barro, pero -nos lo recuerda san Pablo- “la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del apóstol”. El Señor es capaz de hacer cosas grandes con lo poco que somos. Por mi parte quiero deciros a los diocesanos, y lo digo con conocimiento de causa, que deis gracias a Dios por los sacerdotes que tenéis.

La Iglesia nos invita al obispo y a los presbíteros a que renovemos hoy ante el Señor y ante vosotros las promesas del día de nuestra ordenación. Con idéntico gozo al del día de la ordenación, seguramente con mayor realismo y humildad, vamos a renovar nuestro “Sí”. Nos fiamos del Señor. Nos fiamos unos de otros. Nos confiamos a vuestra oración, a vuestra comprensión y a vuestra corrección fraterna, queridos religiosos y laicos.

Sigamos ahora la celebración penetrando en la profundidad del misterio del Cenáculo, apoyada nuestra cabeza, como el discípulo amado, en el pecho de Jesús, sintiendo sus latidos, dejándonos quemar por sus palabras. Y desde aquí, llevando el óleo de alegría, volvamos a los pueblos y a los caminos con alegría nueva. Que Él nos ayude a mantenerla siempre fresca. Que nos ayude nuestra Buena Madre, la Sma. Virgen de los Llanos. Amén.