+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
|
25 de mayo de 2019
|
4
Visitas: 4
La Santísima Virgen María, Nª. Sra. de Los Llanos, nos reúne en esta mañana dominical del mes de mayo, el mes dedicado a honrar a María. Por ello, queremos expresarla nuestro cariño, nuestra devoción y nuestro agradecimiento por su ayuda y protección maternal.
Unos y otros, todos, le agradecemos, como hijos suyos, sus ayudas, gracias y bendiciones, las cuales nos acercan más a Dios y a los demás, especialmente a los más desfavorecidos en esta vida, sintiéndoles como hermanos, hijos de Dios e hijos de María.
Hoy, la Madre, la Virgen de los Llanos nos reúne a los que nos sentimos sus hijos, y a todos los que, en este día, nos emocionamos al contemplarla como madre acogedora, feliz, llena de toda virtud, amada por el mismo Dios e intercediendo ante El por todo aquello que nos preocupa y necesitamos. Nos impresiona siempre ver su imagen en su Capilla de la Catedral o cuando es sacada en procesión por nuestras calles y plazas.
Necesitamos a María en el día a día. Gracias, María por ser nuestra Madre. Eres como una luz que nunca se apaga y que ilumina las noches oscuras de nuestro vivir, eres nuestro apoyo maternal para seguir hacia adelante en el deseo de seguir e imitar a Jesucristo, de ser santos, buenos cristianos; eres quien mantiene nuestra esperanza de lograr amar de verdad a Dios y a nuestro prójimo; eres quien nos invita a seguir caminando como hijos de la luz sin renunciar a lo más bello y noble que hay en nuestro corazón.
Las lecturas de la Palabra de Dios que han sido proclamadas en este 6º Domingo de Pascua, iluminan nuestro caminar cristiano en la imitación y seguimiento de Cristo con la ayuda y protección de Nª. Sª. de Los Llanos.
El Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, sigue presente en la Iglesia enseñándonos y recordándonos lo que Él dijo e hizo: sus palabras y sus acciones. Y su vida y su enseñanza se expresan en el “amor”. Un amor que nos hace vencer nuestras propias convicciones y que nos hace abrirnos con comprensión a las ideas y circunstancias de la vida de los demás. El espíritu nos hace comprender que no nos salva “la ley”, las costumbres, sino la fe en una persona, en Jesucristo, el Hijo de Dios.
Una de las frases más consoladoras que Jesús dirige a sus discípulos antes de subir a los cielos es esta que hemos escuchado hoy en el Evangelio: “El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. El amor a Cristo nos pone en comunión directa con el Padre Dios. Una persona que ama a Dios es un verdadero templo de Dios, un sagrario donde vive y mora el verdadero Dios. Y amar a Dios tiene su expresión en el amor al prójimo, en nuestras palabras, comportamiento y buenas obras, realizadas desde el amor, hecho caridad hacia los demás.
“El que me ama guardará mi palabra”. Cristo no habla de un amor exclusivamente afectivo y sentimental, que hoy aparece y mañana se va sin haber dejado huella fija y perenne. Cristo habla de un amor que es servicio humilde, samaritano y de entrega incondicional; de un amor que ama con el mismo amor con el que Cristo nos amó, es decir, hasta estar dispuesto a morir, a dar la vida por aquellos a quienes amamos, como hizo el Señor Jesús.
El verdadero amor nos conduce y nos arrastra, nos lleva hacia la persona amada. El amado (pensamos en Jesucristo) vive y mora en nosotros y todo lo que hacemos lo hacemos pensando en él y para él. Cuando decimos que amamos a una persona y no estamos dispuestos a sufrir y hasta darlo todo por esa persona, si fuera necesario hasta la vida propia, no estamos hablando del amor con el que Cristo nos amó. Un amor sin obras, como una fe sin obras, es un amor muerto, un amor que no nos hace vivir en comunión con Dios. Amar a Dios supone e implica una voluntad firme y decidida de cumplir la Palabra de Dios, el Evangelio y de amar a los demás. No bastan las palabras, aunque sean muy bonitas; lo que importa son las obras, el testimonio de nuestra vida cristiana, nuestro comportamiento día a día. El amor expresado en obras es lo que permanece y tiene valor, el resto, las palabras normalmente se las lleva el viento.
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”, son también palabras de Jesús en el Evangelio. La presencia de Dios en nuestras vidas, su cercanía y amor, produce en nosotros de una forma permanente alegría y paz. El amor que recibimos de Dios y nuestro amor hacia Él nos produce paz y alegría, nos hace personas equilibradas y optimistas. Esta paz y alegría en nosotros nos fortalece de tal manera que, en la práctica, no permitimos que nuestro corazón tiemble, ni se acobarde ante las innumerables e inevitables dificultades que la vida nos presenta. Una persona en la que vive Dios, que está muy cerca de Dios, que está siempre en comunión con El, sabe que lleva encerrada, en el frágil vaso de su cuerpo, la fortaleza de Dios. Evidentemente podrá sentir a veces temor, debilidad y hasta imperfección espiritual, pero sabrá que la fortaleza del Dios que mora y vive dentro de él le va a proporcionar la fortaleza necesaria para resistir los achaques del cuerpo y las debilidades de su espíritu. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, nos dice también Jesús.
Que María nuestra Madre, en su querida advocación de la Virgen de Los Llanos, nos bendiga, nos proteja y prepare nuestros corazones para acoger y mantener en nuestras vidas la inmensidad del amor de Dios.