+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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26 de octubre de 2019

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]nunciar a Jesucristo y su Evangelio; dar a conocer sus enseñanzas, su vida, Pasión, Muerte y Resurrección; enseñar a vivir como cristianos en la Iglesia y en el Mundo; y conocer el amor de Dios nuestro Padre y sentir en nosotros la fuerza del Espíritu Santo, son las tareas pastorales y experiencias del corazón que hemos recibido del Señor para hacer presente entre nosotros su Reino y sentirnos, como bautizados, enviados, evangelizadores y misioneros.

La Resurrección de Jesucristo, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés  sobre los apóstoles, los discípulos y la Santísima Virgen María, juntamente con la conciencia del mandato de Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo,… recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,21-22);“Id al mundo entero y predicad el Evangelio” (Mc 14,15-16), nos abren a la realidad de una Iglesia evangelizadora y misionera y a tomar conciencia de nuestra condición de bautizados, de discípulos y misioneros. Como miembros de la Iglesia por nuestro Bautismo, como seguidores e imitadores de Jesucristo somos enviados con la fuerza del Espíritu Santo a ser misioneros, evangelizadores, testigos vivientes del amor de Dios a los todos los hombres.

Según nos lo narran los evangelistas, cada una de las apariciones de Jesús resucitado concluye con un mandato apostólico. A María Magdalena le dice Jesús: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (Jn 20,17); a un grupo de piadosas mujeres a las que se apareció Jesús una vez resucitado, les hace este encargo: “Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán” (Mt 28,10). Los discípulos de Emaús sienten la necesidad, aquella misma noche en que habían estado con Jesús, de comunicar a los demás discípulos que Cristo estaba vivo, que había resucitado (Lc 24,35). Y Jesús se apareció también a los Once, cuando estaban a la mesa, y les recordó su imperioso mandato apostólico, que constituía la esencia y naturaleza de su Iglesia: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación… (Mc 14,15-16).

Desde entonces, los Apóstoles comienzan a dar testimonio de lo que han visto y oído, y a predicar en el nombre de Jesús. Así se lo había indicado Jesús: “El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto” (Lc 25,46-47). Lo que los Apóstoles comienzan a predicar y atestiguar no son especulaciones, sino hechos salvíficos de los que ellos habían sido testigos, por ello podían transmitirlos con toda verdad. 

En aquellos Once Apóstoles, más Matías incorporado después, está cimentada toda la Iglesia. En ellos, todos los cristianos de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de comunicar a quienes encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él ha sido vencido el pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida divina y que todos nuestros males tienen solución. El mismo Cristo nos ha dado este derecho y este deber. “La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado”, y “todos los fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma vocación, de la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia (…). Todos participan activa y corresponsablemente (…) en la única misión de Cristo y de la Iglesia” (Conc. Vat. II, Dec. Apostolicam Actuositatem, 2)

Nadie nos debe impedir el ejercicio de este derecho, el cumplimiento de este deber como cristianos, evangelizadores y misioneros. Los Apóstoles así se lo hicieron ver a los sumos sacerdotes y a los letrados. “Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Hech 4,20. Tampoco nosotros podemos callar. Es mucha la ignorancia a nuestro alrededor, es mucho el error, son incontables los que andan por la vida perdidos y desconcertados porque no conocen a Cristo. La fe y la doctrina cristiana que hemos recibido debemos comunicarla a muchos a través del trato diario, pues como nos dice Jesús: “No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el  candelero y que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,15-16).

La tarea misionera es apasionante, pero no exenta de dificultades. En cuanto los Apóstoles comenzaron, con valentía y audacia, a enseñar la verdad sobre Cristo, empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el martirio. Con todo, en muy poco tiempo, la fe en Cristo traspasará Palestina, alcanzando Asia Menor, Grecia e Italia, España, llegando a hombres de toda cultura, posición social y raza.

También nosotros debemos contar con las incomprensiones, dificultades y fracasos humanos, si seguimos los pasos de Cristo, “pues no es el discípulo más que el Maestro” (Mt 10, 24). Pero Jesús nos dice, levantando nuestro ánimo: “No temáis, porque Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Muchas veces tendremos que ir, aparentemente contra corriente en un mundo que parece alejarse cada vez más de Dios, que tiene como fin el bienestar material, y que desconoce o relega a segundo plano los valores espirituales; un mundo que algunos quieren organizar completamente al margen de su Creador. A ello hay que añadir el mal ejemplo y la desorientación de algunos cristianos, incluidos sacerdotes y consagrados, quienes han perdido la relación íntima con Dios, han descuidado su formación religiosa o han sido desorientados mediante una exposición inadecuada de la doctrina, lo cual les ha conducido a alejarse del amor misericordioso de Dios y de su Iglesia.

El campo apostólico en el que los Apóstoles y los primeros cristianos sembraron a Jesús y el Evangelio era un terreno duro, con cardos y espinos. Sin embargo, la semilla que esparcieron fructificó abundantemente. En unas tierras el ciento, en otras el sesenta, en otras el treinta por uno. Basta que haya un mínimo de correspondencia para que el fruto llegue, porque la semilla es de Dios y es el Él quien hace crecer la vida divina en las personas (1Cor 3, 6). El Señor nos quiere enviados y apóstoles misioneros en la familia, en el mundo del trabajo, de la enseñanza, la economía o la política, en las asociaciones más diversas, en el mundo de la enfermedad, la exclusión y la injusticia, entre los más necesitados de este mundo, entre los más alejados de Dios, …., dispuestos a impregnar de Evangelio las personas y la realidad que nos rodea, y transformar el mundo en que vivimos. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación”, nos sigue diciendo el Señor. Cristo necesita hombres y mujeres que sepan estar junto a la Cruz, fuertes, audaces, sencillos, trabajadores, sin respetos humanos a la hora de hacer el bien, alegres, que tengan como fundamento de sus vidas la oración y un trato lleno de amistad con Jesucristo. En el nombre del Señor y de la Iglesia, yo os envío como sus apóstoles, misioneros y evangelizadores. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación”.

Santa María, Madre nuestra, Reina de los Apóstoles y Estrella luminosa de la nueva Evangelización, ayúdanos y guíanos en esta tarea misionera de tu Iglesia y transfórmanos en verdaderos discípulos y apóstoles de tu Hijo Jesucristo, en verdaderos misioneros y evangelizadores.