Manuel de Diego Martín
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18 de enero de 2014
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Hoy celebramos el Día de la Migraciones con el lema: “Emigrantes y Refugiados: hacia un mundo mejor”. Este año la celebración tiene un significado especial, ya que esta jornada comenzó a celebrarse hace cien años, en 1914, en el pontificado de Benedicto XV. Eran tiempos en que se vivía una gran tensión bélica que desencadenó la Guerra Europea. La Iglesia quería afrontar esta dolorosa realidad ayudando a todos los más desprotegidos y la jornada sensibilizaba mirando ese objetivo.
Si oficialmente llevamos celebrando esta jornada cien años, podemos decir que la Iglesia la lleva celebrando dos mil, ya que la preocupación por los forasteros, con raíces bíblicas, viene ya del pueblo de Israel. Además S. Pablo elevó esta preocupación universalista hacia el ser humano hasta el infinito, al decirnos que desde Jesucristo ya no habría judíos ni griegos; romanos o gentiles; ni blancos o de color; la humanidad entera formaría una sola gran familia. Así pues la preocupación por el emigrante y por el refugiado la llevamos en el ADN de nuestra fe católica, que esto significa, una fe que invita a abrazar a todos los hombres.
Ahora que en el siglo XXI la globalización del mundo hace que el fenómeno migratorio sea un fenómeno de masas, la Iglesia sigue preocupándose para que las migraciones sirvan para el bien del hombre, no para su mal. Para conseguir esto, nos dice el Papa, tendremos que pasar de una cultura de la “exclusión” a una cultura del “encuentro”. Si somos capaces de entrar en esta dinámica de querernos encontrar unos con otros, hay solución para el fenómeno migratorio.
No podemos quedarnos con aquello de “papeles para todos” y luego pasar bruscamente a otra dinámica y decir. “papeles para nadie”. Las migraciones deben ser reguladas, es cierto, pues nadie quiere que nuestros pueblos se llenen de mendigos o delincuentes. Pero dado este supuesto, tiene que haber unas razonables estructuras de acogida, y que los que vengan puedan sentirse ciudadanos del mundo y lleguen a disfrutar de todos los derechos entre nosotros. Que nunca haya ciudadanos de primera y de segunda.
Y otra exigencia de esa cultura del “encuentro” es que debemos conseguir que los pueblos ricos no sigan esquilmando a los pueblos pobres, sino al contrario, buscar unas economías que tengan como objetivo ayudarlos, allí en su misma tierra, para que nadie se vea forzado a abandonarla. Pues casi todo el mundo quiere vivir y morir en aquella tierra en la que nació. Con esta economía mundial que describió el Papa Benedicto en “Caritas in veritate”, sí es posible conseguir un mundo mejor.