Celia Monteagudo García
|
5 de octubre de 2025
|
10
Visitas: 10
Hoy, más que nunca, siento que el mundo está fallando en lo esencial: en proteger la vida humana. Lo que ocurre en Gaza no es solo una tragedia política o geopolítica; es una herida moral que nos interpela a todos. Cada cifra que se publica -miles de muertos, millones de desplazados- representa una historia, una familia, una infancia robada. Y, sin embargo, el ruido mediático, la polarización y la indiferencia parecen anestesiar nuestra capacidad de empatía.
Gaza no es solo una tierra herida. Es un altar donde se ofrece el sufrimiento humano, donde el silencio se convierte en pecado y donde la indiferencia se vuelve traición.
Como miembro de Manos Unidas, una organización que lucha contra el hambre y sus causas, no puedo mirar hacia otro lado. Como creyente, me duele pensar que hemos normalizado el sufrimiento ajeno. Y, como nos recuerda el arzobispo de Madrid, José Cobo ante este conflicto: «la indiferencia y el pesimismo no son actitudes cristianas».
Que el dolor de un pueblo se debata como si fuera una cuestión de estrategia o defensa, cuando en realidad es un grito desesperado por justicia, por dignidad, por humanidad. No hace falta ser experto en derecho internacional para reconocer que lo que está ocurriendo es inaceptable. Basta con mirar con ojos limpios, con corazón abierto.
Como ciudadana, como ser humano, no puedo permanecer en silencio. No quiero ser cómplice por omisión. Creo que la paz no se construye sobre ruinas ni sobre cadáveres. Creo que la memoria de quienes han sido exterminados debe convertirse en semilla de conciencia, en motor de cambio.
Gaza no es solo Gaza. Es el espejo donde se refleja nuestra capacidad -o incapacidad- de amar al prójimo, de defender lo justo, de alzar la voz cuando el mundo calla.