+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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14 de febrero de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:
Os hablo hoy de la alegría.
La dos palabras con que arranca la exhortación apostólica del Papa Francisco “Evangelii gaudium” -el gozo del Evangelio- son todo un programa. Sintetizan lo esencial del mensaje cristiano. El Evangelio es “la refrescante fuente que borbotea sin cesar. Por su parte, la alegría es la meta de la que ya podemos participar por adelantado mientras peregrinamos, a menudo laboriosamente, por este mundo”.
El mensaje que intentamos vivir y comunicar se llama Evangelio, que significa buena noticia, la mejor noticia. Os resumo algunas reflexiones sobre la alegría, escritas por plumas más templadas que la mía:
Los hombres somos un nido de inquietudes y preguntas; buscamos siempre la felicidad, incluso cuando erramos el camino. A pesar de ello, probablemente hayamos encontrado personas que prefieren aparcar las preguntas y dedicarse a arrancar a la vida las pequeñas felicidades que les permitan “ir tirando”, aunque dentro quede un corazón inquieto e insatisfecho.
También nos habremos encontrado alguna vez con los permanentemente descontentos de todo y de todos, sin una palabra positiva que llevarse a los labios. El descontento que proyectan hacia fuera no es otra cosa que el descontento consigo mismos, que nunca se atreverán a reconocer. Hasta hay quienes arrastran “la tristeza de la satisfacción” o la “melancolía de los satisfechos”, que dicen los psicólogos. Son los que piensan que la felicidad crece en proporción directa a las cosas de que se dispone; pero como las cosas son pasajeras y perecederas, en la medida en que entregan a más cosas la llave de la felicidad, ésta se siente cada vez más amenazada, dando lugar al efecto contrario: teniéndolo todo, son cada vez más desgraciados, como la María de la O de la copla cañí.
La alegría más auténtica y profunda nace del propio corazón; no de las cosas, sino de nuestra actitud ante las cosas. La alegría no es cosa de recetas; es hija legítima de la felicidad, de encontrar el sentido a la vida.
Muchos creyentes hemos encontrado en Jesús al Dios que es fuente de nuestra alegría y hemos experimentado, como el salmista, que “su gracia vale más que la vida”. Cuando uno puede decir, como san Pablo, “sé de quién me he fiado”, la confianza se traduce en alegría serena; aprendemos a jerarquizar los valores, a dar importancia a lo que merece la pena y a quitárselo a lo que “hoy es y mañana perece”. Tal confianza permite vivir la felicidad en esperanza, aún en medio de las dificultades y las limitaciones.
No es necesario decir que no se debe confundir la alegría con la ingenuidad. El hecho de que en Jesús hayamos encontrado la respuesta a la gran pregunta de la vida no quiere decir que tengamos la respuesta hecha para cada uno de los problemas que la vida plantea. Seguimos siendo buscadores, pero la confianza última ilumina el camino. Somos buscadores confiados, pero buscadores.
Tampoco se puede pretender salvaguardar la alegría atrincherándonos en rincones cálidos, en refugios en los que nos sentimos a gusto. Ante la dureza de la vida, es una tentación encerrarse en la calidez del grupo, como Pedro en el Tabor: “Qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas...”. Jesús nos lanza a la intemperie de la vida, donde hay que seguir anunciando el evangelio del Reino. Tampoco vale, por el hecho de haber encontrado la clave de la felicidad, situarse en competencia con las más nobles aspiraciones del corazón del hombre. Dios creó el mundo y el hombre y “vio que era bueno”. Y cuando Cristo Jesús lo recrea lo que quiere es que aflore, multiplicada, aquella bondad y belleza original.
La alegría es fruto de la madurez creyente. Es esta alegría la que permite dar razón de nuestra esperanza, mirar al presente de una manera nueva, no ser un cantor de promesas ajenas a la historia, ni buscarse a sí mismo en lo que se hace, como si fuéramos cazadores de recompensas.
Aunque no todo resulte de color de rosa, hay que vivir y anunciar con alegría la alegría de la salvación, aunque sintamos, a veces, la tentación de tirar la toalla, pensando que no vale la pena. “Tus palabras son mi delicia y la alegría de mi corazón, Señor, Dios omnipotente”, decía el profeta Jeremías en medio de la burla y el desprecio de sus contemporáneos…
Con todo afecto,