Fco. Javier Avilés Jiménez
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23 de noviembre de 2013
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Al final del Año de la Fe, convocado por Benedicto XVI del 11 de Octubre de 2012 al 24 de Noviembre del presente 2013, se impone una reflexión agradecida, pero también estimulante. Damos gracias a Dios porque el testimonio múltiple y variado de la riqueza de vida que la fe suscita, nos ha permitido a unos y otros fortalecer nuestra personal afirmación creyente. Y sin embargo, también nos quedan, como frutos de esta iniciativa compartida por la toda la Iglesia, profundos interrogantes que habrán de motivar futuras meditaciones y diálogos sobre la calidad de nuestra fe. En primer lugar, y como respuesta a la invitación del documento Porta fidei, hemos de esforzarnos por vivir el seguimiento de Jesucristo en la plena integridad de sus momentos y dimensiones, sin escindir lo personal de lo comunitario, ni restarle reflexión al sentimiento, ni mucho menos escamotear sus consecuencias prácticas en el orden del compromiso activo por la solidaridad compasiva. Con la encíclica Lumen fidei nos animamos a darle a nuestro cristianismo el resplandor que por sí mismo tiene, por ser experiencia del sentido imperecedero de la vida, más también porque su acceso a la verdad lo es siguiendo la senda del amor entregado del que es centro y mediación del acto de fe: Jesús de Nazaret, el Señor resucitado.
Ha marcado esta convocatoria orante, teológica, celebrativa y caritativa, la voluntad de mantener aquél diálogo con la sociedad que el Vaticano II reemprendió con espíritu de apertura y reciprocidad, como lo dice de forma totalmente actual la Gaudium et Spes. Nos ha preocupado y deberá seguir preocupándonos, la interpelación de los no creyentes, vistos no como rivales, pero sí con la intención de tomarnos en serio sus argumentos y las posibles consideraciones críticas hacia las inevitables incoherencias y omisiones que acumulamos los creyentes y la propia Iglesia. Por esa misma razón, tendremos que mantener el oído atento, porque también por boca de los ajenos a nuestra comunión de vida habla el Espíritu y nos suscita posibles llamadas a la conversión y la renovación.
Pero, por encima de todo, y como no podía ser de otra forma, pues de creer en Dios se trata, el Año de la Fe nos ha arraigado todavía más en la alegre, por esperanzadora y gratuita, intimidad con el Padre, que según su Hijo nos ha revelado, es cimiento para una vida sólida (Mt 7, 21-27) y surtidor hacia una vida que no finaliza ni con la muerte (Jn 4, 14). Amén.