+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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10 de mayo de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stamos celebrando, con las circunstancias que nos obligan a hacerlo de esta manera, la fiesta de San Juan de Ávila, el Patrón del Clero Secular Español, la fiesta de un sacerdote y evangelizador, conocido como el Maestro Ávila y apóstol de Andalucía, formador de pastores y acompañante espiritual, lleno de amor por la Iglesia y entregado a la reforma de algunos aspectos de su vida y de algunas de las personas que desarrollaban una tarea importante en ella. 

El Evangelio que ha sido proclamado nos indica cual es nuestra misión en la transmisión de la fe como comunidad cristiana, como pastores, como miembros de la vida consagrada o como fieles laicos. Tenemos que ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16). La sal no existe para sí, sino para dar sabor a la comida. La luz no existe para sí, sino para iluminar el camino. El cristiano, pastor, consagrado o laico no existen para sí, sino para servir a la Iglesia y a los demás. Jesús nos hace saber cuál es la misión y la razón de ser de una comunidad cristiana y de todo cristiano como miembro de ella: ser sal y luz allí donde se encuentre. 

El Evangelio nos dice que estamos llamados a ser “sal”, es decir: a dar “sabor” a la vida cristiana, a señalar un nuevo estilo de vida impregnado de amor, esperanza y presencia de Dios, un sabor lleno de amor y entrega visible en nuestras vidas y acciones. Es una llamada a mantener siempre viva la llama de la esperanza, la búsqueda del sentido de la vida, de lo sabroso de la vida, en medio de las amarguras que llegan de una manera o de otra.

También el Evangelio nos dice que tenemos que ser “luz del mundo”, es decir, que tenemos que tener el corazón siempre encendido de luz, de amor divino, y que nuestras vidas, palabras y acciones deben iluminar. Solo con nuestra vida, con nuestro testimonio podemos iluminar la vida de los que nos rodean y hacer atrayente el seguimiento de Cristo, que colma y transforma nuestra existencia, llenándola de gozo y esperanza.

La sal no existe para sí. La luz no existe para sí. Y así ha de ser el cristiano y la comunidad cristiana. Por eso termina diciendo el texto sagrado: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.

San Juan de Ávila, el Maestro Ávila, cuya memoria estamos celebrando, fue ciertamente durante su vida humana, y lo ha seguido haciendo a través de su persona y sus escritos hasta nuestros días: luz del mundo y sal de la tierra. Su persona, llena de santidad, brilla delante de los hombres para que a través de ella glorifiquemos a Dios que está en los cielos.

San Juan de Ávila fue un santo sacerdote diocesano, gran misionero y predicador, formador del clero, director de almas y maestro de la doctrina cristiana, profundo conocedor de las Sagradas Escrituras y dotado de un ardiente espíritu misionero. Tuvo el privilegio de ser amigo y consejero de otros grandes maestros y santos, como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada. Fue la figura más importante del clero secular español del siglo XVI y sigue siendo para nosotros un atrayente modelo sacerdotal y un maestro en el conocimiento de Dios y en el servicio a la Iglesia. Un sacerdote lleno de fe y muy cercano a Dios. 

San Juan de Ávila es un modelo muy actual para sacerdotes y seminaristas, pues en él tenemos la imagen imitable de un sacerdote santo. Él encontró la fuente de su espiritualidad en el ejercicio de su ministerio, configurándose con Cristo Sacerdote y Pastor, pobre y desprendido, casto, obediente y servidor. Su vida estuvo apoyada en la oración y en una honda experiencia de Dios, enamorado de la Eucaristía, fiel devoto de la Virgen, bien preparado en ciencias humanas y teológicas, conocedor de la cultura de su tiempo, estudioso y en formación permanente, escritor de honda espiritualidad cristiana, acogedor, y que supo vivir en comunión la amistad, la fraternidad sacerdotal y el trabajo apostólico.

Fue un apóstol infatigable, predicador del misterio cristiano y de la conversión, padre y maestro en el sacramento de la penitencia, guía y consejero de espíritus, animador de vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales, innovador de métodos pastorales y muy preocupado por la educación de los niños y jóvenes. San Juan de Ávila fue la caridad pastoral viviente. Los presbíteros, y quienes se preparaban para serlo, encontraron en él a un verdadero apóstol, y un ejemplo vivo de la caridad pastoral como clave de la espiritualidad sacerdotal, vivida diariamente en el ejercicio de su ministerio sacerdotal.

Que san Juan de Ávila desde el cielo guíe nuestra vida cristiana y el ministerio pastoral de los sacerdotes. Que, como él, también nosotros pongamos en el centro de nuestro mensaje a Jesucristo, muerto en la Cruz y Resucitado, de manera que con obras llenas de amor y con palabras sencillas y profundas, seamos capaces de tocar el corazón y mover a la conversión a quienes nos vean o escuchen. 

Mi felicitación más sincera y cordial con motivo de la fiesta litúrgica de San Juan de Ávila a todos los sacerdotes del clero secular de nuestra diócesis. A San Juan de Ávila encomendamos también a los seminaristas de Albacete y a aquellos adolescentes o jóvenes a quienes Dios está llamando al sacerdocio para que sean generosos en la respuesta y pongan sus vidas en sus manos. Que San Juan de Ávila nos cuide y bendiga a todos desde el cielo.