+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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26 de mayo de 2021

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]1[/fusion_dropcap].- Identidad sacerdotal

Cada cristiano se santifica en la realidad concreta de la vida que le toca vivir, en las circunstancias que le rodean y en la tarea específica a realizar, es decir, en su propio estado de vida por un proceso de sintonía con Cristo, en el Espíritu Santo, según los designios o voluntad del Padre. Por el sacramento del Orden, el presbítero participa del ser sacerdotal de Cristo. Esta participación ontológica le capacita para prolongar con su vida y ministerio la acción sacerdotal de Jesucristo, Buen Pastor. Por eso, la espiritualidad sacerdotal lleva consigo vivir en sintonía con las actitudes y vivencias de Cristo Sacerdote, Buen Pastor. Es llegar a pensar, sentir, obrar y amar como él. El sacerdote debe ser un Jesús viviente, un testimonio vivo de Dios, es decir, un instrumento vivo de Cristo Sacerdote, puesto que se hace signo viviente de Cristo en el ejercicio de su ministerio, se hace signo transparente de Cristo viviendo en sintonía con él, se hace signo del Buen Pastor imitando su caridad pastoral.

2.- Configurados con Cristo en la Iglesia

Por el sacramento del Orden el “presbítero participa de la consagración y de la misión de Cristo de un modo específico”; queda configurado en su ser con Cristo Cabeza y Pastor y comparte la misión de anunciar a los pobres la Buena Noticia en el nombre y en la persona del mismo Cristo. La verdad de nuestro sacerdocio se fundamenta en esta participación que nos asimila al misterio de Cristo, único y eterno Sacerdote, a quien representamos en medio de la comunidad eclesial. 

El sacerdocio de Cristo es, por tanto, la fuente esencial de nuestro sacerdocio. Dentro de la mediación salvadora de la Iglesia, el sacerdocio ministerial que nosotros realizamos es un cauce privilegiado para que el misterio del amor de Dios se haga presente y operante en el corazón de la Iglesia y del mundo. Por el sacramento del Orden el ser y el obrar del sacerdote queda ontológicamente ligado a Jesucristo, Sumo Sacerdote y buen Pastor. Esta relación encuentra su raíz en la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Señor como instrumento vivo de la obra de la salvación. Esta elección demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote.

El presbítero es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. La vida y el ministerio del sacerdote son como continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna Alianza. Para que ello sea efectivo, necesitamos dejarnos guiar por el Espíritu Santo, quien inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profundamente el misterio de Cristo y, consiguientemente el misterio del sacerdocio cristiano. Necesitamos encontrarnos frecuentemente con Cristo y llevar a otros a encontrarse con él. La Iglesia nos recomienda y privilegia tres caminos que propician este encuentro: la meditación fiel de la Palabra de Dios, la celebración consciente y vivida de los sacramentos y de los sagrados misterios de la Iglesia y el servicio de la caridad a los más pobres.

3.- Hombre de Dios y testigo del misterio de Dios

Desde la fe y el amor a la persona de Jesucristo, intentamos fijar nuestros ojos en él. Somos conscientes de que en él encontraremos lo que debe ser nuestro “rostro definitivo”, nuestro ser, como presbíteros. Y en él encontramos, ante todo, al buen pastor, al enviado del Padre.

El sacerdote es el “hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios”. Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no solamente un hombre que les acoge, que les escucha con gusto y les muestra una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia él, a estar con Él, a experimentar su amor y su protección, a encontrar en él la alegría de la esperanza, la fuente de la verdadera felicidad. La Iglesia necesita sacerdotes capaces de anunciar en el mundo de hoy el “inmutable evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las legítimas exigencias de la razón humana”.

Nos encontramos en un mundo secularizado, un mundo que se va haciendo cada vez más insensible al Dios personal de la fe cristiana, cada vez menos abierto a lo trascendente; un mundo en el que el hombre piensa que se basta a sí mismo, que no tiene necesidad de Dios ni de ninguna salvación que le venga de fuera; un mundo enfermo y débil en muchos valores humanos.

El sacerdote, nosotros sacerdotes, debemos ser para este mundo testigos del amor salvador de Dios. El mundo contemporáneo necesita, quizá como nunca, hombres que sean verdaderos testigos de ese misterio de Dios, misterio de salvación y de esperanza, puentes que les acerquen a Dios.

En esta sociedad el sacerdote debe ser “testigo del misterio”. Un misterio de amor que hunde sus raíces en la profundidad del misterio inefable del amor de Dios. Nuestro sacerdocio nace “del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo, y del don de la unidad del Espíritu Santo”. El misterio sacerdotal no se explica sino a la luz de la Trinidad. El sacerdocio es un misterio y el sacerdote es el hombre del misterio, el portador de una realidad que lo trasciende y lo eleva más allá de su realidad meramente humana.

Sin embargo, lo que existencialmente nos capacita para ser testigos del misterio es nuestra personal experiencia de Dios. Transmitimos la idea del Dios en quien nosotros pensamos; contagiamos la experiencia del Dios que personalmente vivimos. Por ello, no podemos cumplir nuestra vocación de revelar a los hombres el rostro de Dios, si nosotros no buscamos ese rostro y lo contemplamos con reverencia y amor.

Ser hombre de Dios significa ser hombres de fe, esperanza y amor. Desde esta perspectiva teológica acogemos la Buena Noticia de un Dios que nos ama y nos sentimos amados por El. Ello nos lleva a la auténtica conversión y nos capacita para ser mensajeros de la nueva evangelización diciendo al hombre de nuestros días que Dios le ama también a él y de forma entrañable. Debemos interpretar nuestra propia vida como una hermosa historia de amor de Dios con nosotros. Él nos ha salvado, nos ha elegido para establecer con cada uno de nosotros una alianza de amor y tiene un proyecto para nuestra propia vida. Un proyecto humanamente desconcertante, pero, en el pensar de Dios, el mejor para nuestra vida y santificación. Ser hombre de Dios significa acoger la llamada a la específica santidad que Dios nos hace a los sacerdotes porque nuestro mismo ministerio pastoral exige que seamos “modelos para todos los fieles”. La experiencia de nuestro ministerio debería ser siempre una experiencia del misterio de Dios del que somos portadores.

4.- La caridad pastoral

Por el sacramento del Orden participamos nos solo del poder del ministerio salvador de Jesús, sino también de su amor. Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté cada día más abierto a acoger la caridad pastoral de Jesucristo. Y Jesús vivió su caridad pastoral hasta el don total de sí mismo. En la Cruz entregó su vida por nosotros

La caridad pastoral tiene su fuente en el Sacramento del Orden. Su contenido esencial es “la donación de sí y la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen”. La exhortación de san Juan Pablo II, PDV, nos presenta la caridad pastoral de Cristo como la fuente y el modelo de la nuestra.

“Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15). La caridad pastoral la debemos realizar en un determinado estilo que es el que garantiza que seamos de verdad pastores “según el corazón de Dios”, que late en el corazón de Cristo, y que se expresa en su caridad pastoral a la que nosotros estamos llamados a imitar y revivir y también a comunicar”.

5.- Adoración eucarística contemplativa

La celebración viva y llena de amor de la santa Misa suscita en el sacerdote, y en todo cristiano que participa viva y conscientemente, el deseo de prolongarla con la adoración y contemplación eucarística.

La adoración y contemplación eucarísticas brotan espontánea y necesariamente de la celebración de la Eucaristía. Es la consecuencia lógica para quien se ha encontrado realmente con el Señor en la Misa, para quien ha escuchado e interiorizado su Palabra, para quien se ha ofrecido todo él, toda su persona, con Cristo en el altar, para quien se ha alimentado con el cuerpo y la sangre del Señor, para quien se ha empeñado en la construcción del cuerpo de Cristo, de su Iglesia, para quien ha sentido la fuerza y la llamada a hacer vida, sirviendo al hermano, la gracia y el sacramento recibido.

La contemplación y la adoración eucarística hacen posible que mi ser se impregne de todo aquello que, misteriosamente, en fe y en amor, he celebrado en la Eucaristía. La contemplación es la vía obligada para pasar de la comunión con Cristo en la Misa a la imitación de Cristo en la vida. La senda de la perfección cristiana va de los misterios a la contemplación y de la contemplación a la vida, a la acción.

Hablar de la Eucaristía, es hablar de acción de gracias, de inmolación, de entrega y, sobre todo, de fe y amor. Como Pedro, desde la fe, con sinceridad y sencillez de corazón, tenemos que decirle muchas veces: “Señor, tú sabes que te quiero”; “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Ciertamente, sólo desde la fe y el amor podemos acercarnos y entender la adoración a Jesucristo en la Eucaristía y su presencia en el hermano. Poco a poco, en su presencia, se nos van abriendo de par en par, una tras otra, las diferentes puertas que nos hacen entrar en el corazón de Cristo, en el corazón de la Iglesia, del hermano y de la misma Trinidad. Estando tranquilos y silenciosos, preferiblemente durante largo rato ante Jesús Sacramentado, se perciben cuáles son sus deseos sobre cada uno de nosotros, se olvidan los proyectos propios para dejar lugar a los proyectos de Cristo; y la luz de Dios penetra poco a poco en el corazón y lo sana. Necesitamos, pues, ratos de contemplación y adoración eucarística. 

En sí misma, la contemplación eucarística no es otra cosa que la capacidad, o mejor aún, el don de saber establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse hasta el Padre en el Espíritu Santo. Todo esto en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. Contemplar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. 

Nos puede la “eficacia” de este mundo, el hacer muchas cosas, y nos falta gratuidad y densidad de vida. Los momentos de soledad y de silencio nos pueden curar de esta enfermedad, preservarnos de semejante mentalidad, y hacernos descubrir que Jesús merece ser adorado y amado por sí mismo, que merece la pena perder el tiempo por El y con El. Que merece la pena ser sacerdotes de Jesucristo en esta realidad, en esta diócesis de Albacete, y en este tiempo concreto que nos ha tocado vivir.