+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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1 de noviembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l otoño, con la caída de las hojas, nos invita a pensar en la caducidad de la existencia humana. A pesar de que el mes de noviembre se abre con la contemplación luminosa y esperanzada de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos enfrenta, a renglón seguido, con la trágica realidad de la muerte en la celebración del Día de los Difuntos.

En la sociedad del bienestar la muerte se ha convertido en un tema tabú, sobre el que no gusta que se hable ni siquiera en los funerales. Y, sin embargo, el problema de la muerte sigue ahí, como el más serio, inevitable y universal que puede plantearse el hombre. Las esquelas mortuorias, las enfermedades incurables, los accidentes de carretera o de trabajo, las catástrofes naturales o provocadas no cesan de suscitar dicha cuestión.

En general el pensamiento materialista ha escamoteado el problema al poner el sentido de la historia en un progreso sin término de la humanidad, en una salvación abstracta donde nada se salva en concreto, dado que lo concreto, que es lo realmente existente, nace, crece, muere y desaparece.

Sin embargo, todas las grandes civilizaciones, sin excepción, han afirmado la supervivencia del hombre y han celebrado, de una u otra manera, el culto de los muertos. Y es que el hombre ha intuido lúcidamente que sólo hay salvación real si se da en totalidad, incluyendo la muerte. En el sentido de la muerte se juega el sentido de la vida. Gracias a la ciencia se han logrado admirables progresos, pero si no somos otra cosa que una caravana hacia la nada, como profesa el credo del materialismo, la vida individual y colectiva, a la postre, sería la suprema frustración de la humanidad.

Estos días nuestros cementerios reciben las visitas de miles de personas que, ante los restos de los seres queridos, entrarán en comunión con ellos por el recuerdo, el afecto y la plegaria. A los cristianos esos restos nos recuerdan que quienes los habitaron fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, y que por Él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna. Pascal estaba convencido de que Dios no abandona jamás a los suyos, ni siquiera en el sepulcro. Llegó a decir que el Espíritu Santo reposa invisiblemente en las reliquias de los que han muerto en comunión con Dios, hasta que aparezcan transformados y gloriosos en la resurrección.

Será una saludable meditación pensar que El Hijo de Dios asumió un cuerpo como el nuestro, capaz de sufrir y de morir, que experimentó en carne propia ese desgarro total, ese dolor indecible que ha hecho derramar tantas lágrimas, el absoluto despojo que son la muerte y la sepultura. Pero la muerte de Cristo, el punto más hondo de su entrega, su noche más larga y más oscura, acabó en un radiante amanecer. La resurrección es la página más brillante escrita por Dios en nuestra historia y la más decisiva para nosotros mismos: «Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya».

El evangelista Juan conservó unas palabras de Jesús que leemos el Día de los Difuntos. Dichas desde abajo, pisando nuestra tierra, cuando estaba tocando ya los duros momentos de su propia pasión y muerte, nos saben a gloria bendita: «No se turbe vuestro corazón. En la casa de mi Padre hay muchas estancias. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy ya sabéis el camino”. Tomás, el discípulo pragmático, con ojos sólo para captar lo inmediato, le preguntó a Jesús: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. La respuesta de Jesús ilumina la vida y la muerte: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”

La muerte, el viaje sin retorno, es camino de ida y plenitud. Esto ciertamente no nos dispensa de ese trago amargo que forma parte de la condición humana. Pero, desde que Él lo pasó, esa puerta ya no es la de la desesperanza, sino la suprema posibilidad abierta al hombre.

La Iglesia no cesa de recordar a los difuntos. Lo hace diariamente en las preces de los fieles y en el corazón de la plegaria eucarística. En el cuerpo de Cristo, que todos formamos, existe una misteriosa y real comunión de bienes entre los santos, los necesitados de purificación y los que todavía somos peregrinos. ¿No nos llena de amorosa solidaridad y confianza recitar los últimos artículos del Credo?: «Creo en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna».

Es un delicado gesto de amor encender un cirio o depositar unas flores ante las tumbas de los seres queridos. Es todavía más bello, más eficaz y más creyente cuando al recuerdo añadimos una oración llena de confianza y amor, iluminada y transfigurada de esperanza.