+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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19 de abril de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos diocesanos:

Cuando os llegue esta carta habrá pasado ya el Sábado Santo, el día del gran silencio de Dios, en que los discípulos de Jesús, tras la crucifixión, tuvieron que apurar hasta el fondo el cáliz del fracaso. Su desolación me sugiere la inquietud de tantos creyentes de hoy, sumidos, ante el aparente ocaso de Dios, como en un largo sábado santo. Es el sábado santo de la historia, en que la memoria del pasado se debilita, el presente, tan fragmentado, resulta desconcertante, y el futuro, tan incierto, parece engendrar más temor que esperanza, más oscuridad que luz. Muchos llegan a preguntarse con angustia: ¿A dónde vamos?; ¿hay un futuro para el hombre, para el cristianismo, para esta Iglesia que amamos?

Nuestras preguntas han buscado complicidad y consuelo en la soledad de María. Y cómo nos ha confortado descubrir a través del cristal de sus lágrimas que Ella, la Virgen fiel, velaba en la espera, anclada su confianza en las promesas de Dios. «Te llamé en la angustia mía, / Virgen de la soledad, / y me diste compañía«, reza la  copla popular.

Ayer, al filo de la medianoche, tal vez os llegaba desde alguna iglesia vecina, el eco madrugador de las campanas de pascua. ¿Escuchasteis su mensaje? Con su repique jubiloso proclamaban la Buena Noticia, la mejor Noticia: ¡El crucificado ha resucitado, sus llagas resplandecen como rayos de sol! ¡Dios es fiel a sus promesas!

¡Qué estúpida burla sería la existencia si todo acabara con la muerte! ¡Qué sin-sentido -insensatez- sería la vida, sobre todo si uno piensa en los muertos prematuramente, en los deficientes físicos y psíquicos, en los que murieron como culpables porque no tuvieron la oportunidad de probar su inocencia, en los que dieron la vida por la causa de la justicia sin lograr alcanzarla, en cualquier hombre que no haya decapitado su sed de transcendencia, en los pobres, en todos los pobres: -«Pobres, lo que se dice pobres, pobres son los que dicen: ¿y si Dios no existiera? «-(León Felipe).

El que descendió hasta los infiernos del pecado y de la muerte, surge triunfante, y nos levanta con Él. Él es la primicia. El sepulcro vacío de Jesús anuncia que, un día, todos los sepulcros quedarán vacíos. Y los hospitales. Y las cárceles. Y los campos de concentración. Ni el dolor, ni la injusticia, ni la muerte tendrán  ya nunca la última palabra, a lo más la penúltima. La última palabra la tendrá el amor, la vida, » el que estaba muerto y ahora vive». ¡Hay un futuro para el hombre, para todos los hombres, también para los crucificados de la historia!

La noticia, que en la mañana de Pascua empezó a correr de boca en boca y a pasar de corazón a corazón, recobraba actualidad y frescura en la liturgia de la Vigilia Pascual. Había, por eso, un estallido de luz -¡luz de Cristo!– en todas las iglesias; resonaba como grito de victoria el canto del aleluya; y la fuente bautismal, fecundada por la fuerza del Resucitado, se convertía en fuente de vida nueva.

Cristo, que es nuestra cabeza, ha resucitado como primicia, pero su pasión continúa en su cuerpo, en todos los que sufren. Sigue abierto el camino de la cruz –via-crucis– , pero ya lo ilumina un camino de luz, via –lucis. Con la fuerza del Resucitado arrimemos el hombro para que, en medio de la desolación que tantos hermanos viven, haya, como lo hubo en la mañana de Pascua, un estallido de resurrección en nuestro mundo, a fin de que florezca de nuevo el almendro de la esperanza. 

«Dios como un almendro con la flor despierta.». Y nosotros renovamos, felices, las promesas bautismales en la pascua florida, dispuestos a andar en una vida nueva, nuevos los ojos y las manos, nuevos el corazón y la esperanza:«Sabemos que hemos pasado ya de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos».

Quedaos con el triple mensaje que resume la experiencia pascual de los discípulos: “ ¡No tengáis miedo!, ¡alegraos!, id a anunciar!”.

¡Feliz Pascua de Resurrección!