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13 de septiembre de 2014
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Es posible que el lector o la lectora de este artículo —o incluso el que ahora lo escribe— esté ahora en la Feria, que venga de ella, o se prepare para ir. Albacete vive hoy su domingo más explosivo del año, el domingo de la Feria. Si ese lector o lectora quisiera reservar hoy un tiempo para el silencio, y entrara en una iglesia, se llevaría la sorpresa de que el celebrante iba de rojo. Si se esforzara por poner algo de atención, quizá se enteraría de que hoy los católicos celebran la Exaltación de la Cruz. En el evangelio de hoy Jesús tiene una conversación nocturna con Nicodemo, un rabino judío. Le habla de su «subida» al cielo, un viaje que no se puede hacer de una tirada, sino en dos, y que pide obligatoriamente hacer una primera parada en la cruz. Por eso dice: «El Hijo del Hombre tiene que ser elevado, para que todo el que crea en él tenga vida eterna».
Hemos colocado la cruz en tantas paredes, sobre la cima de tantos montes, colgando de tantos cuellos, que nos hemos acostumbrado a verla sin que nos llame la atención. Desde luego, no nos pasa como a Muhamed, el niño turco de la divertida película «Almanya. Bienvenidos a Alemania», que mira asustado al hombre clavado en la cruz que veneran los cristianos. Pero, ¿qué sentiríamos si viéramos una imagen del Crucificado por primera vez? Algunos la tuvieron, y esto les cambio su forma de vivir para siempre. Francisco de Asís se decidió a vivir una pobreza radical al ver el Crucificado de la iglesia de san Damián. Ignacio de Loyola dejó la milicia por seguir a Jesús «pobre y crucificado». Unamuno dice ver un Dios con las manos abiertas, «humanidad completa», en su poema áspero y encasquillado al Cristo de Velázquez. Mirar a Jesús en la cruz, y reaccionar.
Mirar y reaccionar. Es la actitud digna ante ese sufrimiento que no encuentra razones. La muerte de un niño por enfermedad o por violencia, los enfermos de ébola, los masacrados por los radicales islamistas, la desesperación de la gente de Gaza. La miseria, la soledad, la culpa, el abandono, el exilio, la traición. Casi todos hemos construido nuestra vida sobre una imagen postiza de lo que valemos y podemos. El sufrimiento nos devuelve a lo que somos, nos quita las máscaras. Quizá por eso lo miramos de reojo, o lo edulcoramos con discursos y sermones llamando a la paciencia y a aceptar lo que llamamos «la voluntad de Dios». Hemos domesticado incluso un libro de la Biblia tan provocador como Job, en el que se solapan un relato y un poema. Hemos ensalzado al Job del relato breve, imagen idealizada del hombre paciente, callado, a quien por eso mismo Dios le recompensa. Pero hemos ocultado al Job del largo poema, que es todo menos paciente: protesta, arguye, rebate, grita y se lamenta. Le molesta sobre todo el silencio de Dios, y por eso al final exige: «¡Respóndeme, Altísimo». Como Blas de Otero, cuando grita: «Y su silencio, retumbando, / ahoga mi voz en el vacío inerte».
El apóstol Pablo dice en la segunda lectura que Cristo «se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Filipenses 2,8). Para Jesús el sufrimiento no fue como ese casco de minero que personajes importantes se colocan para hacerse la foto en una mina, una prenda de adorno de cara a la galería. Es tan alta la montaña del sufrimiento amontonado en nuestro mundo, que uno piensa que no podría creer en un Dios que no hubiera vivido el sufrimiento en su propia carne. El sufrimiento del mundo ha producido más ateísmo en nuestro tiempo que miles de escritos antirreligiosos, como esa noche permanente en la que Elie Wiesel dice que se sumió cuando vio un cargamento de niños arrojados al horno crematorio de Auschwitz. A mí me conmueve leer y releer la carta a los Hebreos, que pinta la humanidad de un Jesús-sacerdote solidario de sus hermanos, sobre todo cuando dice: «De nuestra misma carne y sangre fue Jesús. Él probó el sufrimiento, y por eso puede ayudar a los que son probados. Y a gritos y con lágrimas rogó al que podía salvarlo». Miró y reaccionó.
Mirar y reaccionar. Y dejar que Jesús mire mi sufrimiento, el que todos ven y también el que está oculto muy hondo dentro de mí. Si miro la cruz de Jesús veré que a su lado hay otras dos cruces. Quizá en una de ellas, aunque no lo sepa, aunque incluso ahora mismo esté tomándome unas cañas en la Feria, quizá en una de esas cruces es posible que esté yo.
José Alberto Garijo Serrano
Párroco de Villalgordo del Júcar