Pablo Bermejo

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17 de noviembre de 2007

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Mi padre me ha contado varias veces que cuando era adolescente comenzó a fumar a escondidas aunque no le gustaba el sabor. Como su padre fumaba, no le preocupaba que le detectara por el olor y un día cometió un grave error: se sentó en la silla del despacho de mi abuelo, con los pies sobre la mesa y se encendió un cigarro para sentirse el rey del mundo. Antiguamente las casas no eran de risa como las de hoy y la puerta de entrada estaba tan lejos que no oyó a su padre llegar a casa. Así que cuando mi abuelo entró al despacho se encontró de frente con mi padre, con el cigarro en la boca y sin saber cómo reaccionar. Me cuenta mi padre que le echó tal mirada mi abuelo que dejó de fumar desde aquel día.

Quizá sea por esta historia que mi hermana pequeña elaboró durante meses un plan bastante más complejo para que en casa nadie supiera que fumaba. Cuando cumplió 15 años parece ser que mi hermana hizo acopio de una gran voluntad y decidió comenzar a fumar a pesar de lo mal que saben los primeros cigarros. Al llegar a casa traía olor a tabaco pero decía que era porque venía de tomar café; hasta ahí no había nada que sospechar pues a mí me pasa lo mismo cada vez que voy a una cafetería de esas que dividen las zonas de fumadores y no fumadores con un cartelito y nada más. Cuando venía de algún sitio que no fuera la cafetería y por lo tanto no podía excusar el olor, lo que hacía era cambiarse de ropa rápidamente y así no sospechábamos nada. Esta idea tan buena tropezó el día que coincidió en el ascensor conmigo y con mi padre cuando volvía del instituto. Estaba claro que olía a tabaco y o bien había fumado o había hecho novillos.

Mis padres y yo comenzamos a estar atentos y un día mi madre hizo un registro maternal de todo su cuarto, pero no encontró ningún paquete. Pasaron las semanas y mi hermana seguía trayendo olor a tabaco ‘de las cafeterías’. El caso es que un sábado mis abuelos vinieron de visita a mi casa; mi hermana volvió de tomar café y se cambió de ropa pues decía que se había apestado a tabaco. Recién cambiada, le dio un beso a mi abuela y al instante ésta exclamó: “¡Ayyy Lurdes!, ¿es que fumas?”. Yo no pude evitar reírme al ver la cara que puso mi padre mientras escuchaba las negativas de mi hermana.

Al irse mi abuela mi padre le pidió a mi hermana su abrigo y se lo registró, luego fue a los cajones de las habitaciones y tampoco encontró nada. ¿Dónde estaba el paquete de tabaco? Pues al fin confesó mi hermana y dijo que lo dejaba cada día en el buzón de devoluciones del portal, donde ningún vecino mira. Mi padre sacó un cigarro del paquete, nos juntamos todos en el salón y le dijo a mi hermana que se lo fumara delante de nosotros. Pocas veces me he reído tanto, pero mi hermana lo pasó bastante mal.

De momento parece que en las cafeterías la gente fuma menos, pues mi hermana ya no suele venir con olor a tabaco en la ropa. Eso sí, cuando mis padres y yo le sacamos el tema riéndonos de ella contesta enfurruñada que al menos fumaba tabaco “light”.