+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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5 de enero de 2008
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«Jesús nació en Belén en tiempo del rey Herodes». Son éstas las únicas palabras con que el evangelista Mateo habla del nacimiento de Jesús. ¡Bien poco! A diferencia del evangelista Lucas, Mateo no presta demasiada atención al nacimiento como tal. En cambio manifiesta un gran interés por darnos el significado de este hecho. Nos lo entrega en la narración de los Magos, que desarrolla con esmero, y que constituye, si lo examinamos atentamente, como una introducción a todo su evangelio.
Antes se nos ha presentado a Herodes como rey de los judíos. Ahora se presentan los Magos preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?». Se sabe por la historia que Herodes fue un rey extremadamente cruel, que pasó toda su vida encastillado y, como todos los dictadores, viendo complots por todas partes, temeroso de que le desbancaran del poder. Esa parece la razón de que hiciera matar a sus tres hijos, a su madre y a su propia esposa.
Herodes, poderoso y violento; Jesús, débil y desarmado: Dos reyes frente a frente; una corona real en litigio.
El tema del «Reino de Dios» o «Reino de los Cielos» será recurrente en Mateo. En la última página de su Evangelio, siguiendo un proceso de inclusión literaria, habitual en la literatura semita, Mateo volverá a dar a Jesús el título de «Rey de los judíos «: «¡Salve, rey de los judíos!», decían los soldados que le flagelaban. Y Pilatos hará inscribir esto mismo en la cruz, sobre la cabeza de Jesús, para indicar el motivo de su condena.
Jesús viene a instaurar un Reino que no consiste en ser servido, ni en dominar, sino en servir y dar la vida por los demás. Es un Reino que se desvela paradójicamente en la pasión, que no entra en competencia con los reinos de este mundo: el Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el Reino de la justicia, el amor y la paz.
La Iglesia ha elegido también, para esta fiesta de la Epifanía, un texto de Isaías, entre otros muchos de los que anunciaban la venida del Mesías como «luz para el mundo»:«Despierta. Jerusalén, que llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti. La oscuridad cubre la tierra, pero sobre ti brilla la luz». Nos recuerda lo que escuchábamos en la misa de la Noche Buena: «El pueblo, que caminaba en tinieblas, vio una gran luz.., porque un niño nos ha nacido». Y san Pedro, en una de sus cartas, habla de la fe como «la estrella de la mañana que brilla en nuestros corazones». Esa estrella representa la luz de Dios, que ilumina el corazón de los hombres.
Los Magos son el paradigma de todos los que buscan y se abren a esta luz, hasta llegar al reconocimiento y la adoración. Representan a todos los que desde el paganismo y la increencia se acercarían a la fe.
Todos necesitamos una estrella. No podemos contentarnos con un «star system» en que nuestros ideales son de barro y se desmoronan. Necesitamos un norte. Seguir la estrella no es fácil, se necesita un alma sencilla; conlleva dificultades y riesgos; demanda apertura de corazón y audacia. Los Magos no encontraron los tronos y boatos propios de una corte, sino «al niño con María, su madre»; sólo el temblor de un niño en la pobreza de un pesebre.. San Juan nos dirá que «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron, pero a los que le reciben le da la posibilidad de ser hijos de Dios». Entonces no la recibieron ni Herodes, encastillado en sus miedos y sus violencias; ni tampoco los escribas y fariseos de Jerusalén, anclados en sus prejuicios. ¿Lo acogeremos nosotros, cristianos del siglo XXI?
¡Que aleccionadora la parábola de los Magos de oriente! Cuando se escriben a los Magos miles de cartas pidiendo regalos, yo también quiero escribirles la mía con una única petición: ¡Que todos encontremos nuestra estrella; que nos dejemos conducir por ella!