Manuel de Diego Martín
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17 de febrero de 2007
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Tengo que redactar esta pequeña reflexión, y me encuentro con la mente casi en blanco. He estado encerrado cinco días en la Casa de Espiritualidad, junto a otros treinta compañeros sacerdotes, en un silencio absoluto, sin escuchar radio, ver la tele, sin leer la prensa, sin comentar con los otros las noticias de cada día.
¿Cómo se encuentra de Juana Chaos? ¿cómo va el proceso de paz? ¿qué pasa con el Estatut Catalán? ¿cómo va la movida entre jueces, tribunales, consejos de justicia y su recién nombrado ministro? ¿Qué hay del juicio del 11-M?
De todo esto, hoy no puedo opinar; así pues, mi reflexión versará sobre lo que he vivido estos días. Vienen muy bien unos días de silencio, de reflexión y de encontrarse uno consigo mismo; pudiéramos decir, desnudo ante Dios. Es buenísimo quitarse de encima un montón de máscaras, de prejuicios, dependencias, esclavitudes, temores, complejos de culpa y llegar a sentir en lo más íntimo de uno mismo que Dios Padre te quiere. Uno puede llegar a la convicción de que aún siendo lo más tirado, puedes cambiar y conseguir una nueva libertad, dedicando tu vida al servicio de los demás.
Salgo de los Ejercicios Espirituales y me encuentro en la calle con los carnavales en su punto más alto. Los carnavales son momentos propicios para esconderse tras las máscaras, para olvidarse uno de sí mismo. Vivir a tope el disfrute del cuerpo, llenando unos días de un ensordecedor bullicio. Es precisamente todo lo contrario de lo que acabo de vivir en estos últimos días.
Qué pena que las vivencias y compromisos tomados en estas convivencias no puedan prolongarse a lo largo de todo el año. Que desgracia si de mi vida hago unos carnavales continuados y me olvido de todo lo que en estos días he vivido.