Julián Ros Córcoles
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21 de noviembre de 2020
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Ante el desprestigio y la crisis de tantas instituciones, es lógico preguntarse qué significa hoy la afirmación de Jesús de Nazaret: “Tú lo dices: soy Rey”. La pregunta sobre su realeza atraviesa la historia de la humanidad y la de cada ser humano. Como en tantas otras afirmaciones del Evangelio, tengo el convencimiento de que únicamente en posible entenderlo plenamente después de haber vivido la experiencia vital del encuentro personal con Jesucristo que está en los cimientos de la fe de cada uno. Después de haber experimentado la relación personal con Cristo en la Iglesia resulta hasta fácil comprender que su realeza se manifiesta en ese cuidado pastoral que tiene el Señor con cada uno de nosotros y que Ezequiel describe en la primera lectura de hoy: “me busca”, “sigue mi rastro”, “me libra”, “me apacienta y me hace sestear”, “venda mis heridas”, “cura mis enfermedades”, “me guarda” y, como muestra de amor, “me juzga”.
Aceptar y elegir a Cristo como rey “no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar” (Benedicto XVI, 22.11.2009). Aceptar su realeza nos lleva a los cristianos a querer poner a Jesús en el centro y en la cima de toda la actividad humana. De forma muy gráfica aparece así en uno de los lienzos de D. Casimiro que ornamenta nuestra Catedral: Cristo en el centro y en la cima hace presente un mundo de progreso y de paz dónde desde todas las actividades humanas se aporta lo mejor de cada uno para el bien de los demás y de la vida social.
Es así como el reino de Dios está y crece dentro de nosotros. Como nos dice San Pablo en la segunda lectura, la victoria no será completa hasta que desparezca de la historia el horizonte de la muerte que amenaza toda la vida humana. Cristo, que ya la ha vencido con su resurrección, regresará para aniquilarla transformado radicalmente la figura de este mundo.
Mientras tanto tiene que reinar, y eso nos obliga a ir tomando decisiones personales que nos aparten del mal y del pecado y sobre las que seremos juzgados por nuestro Rey y Pastor desde la clave del amor y de su manifestación más poderosa que es el perdón. Me conmueve recordar cómo en las persecuciones religiosas durante el siglo XX en México y España, muchos mártires unían su testimonio de la realeza de Cristo al perdón sincero que ofrecían a sus ejecutores. Y me consuela que la Virgen, Reina y Madre, esté junto a su Hijo Rey del Universo, en el momento del juicio.