Manuel de Diego Martín

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20 de septiembre de 2008

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Estoy leyendo el libro de Teresa de Calcuta “Ven, se mi luz”. Ella cuenta en una de sus cartas cómo visitó un geriátrico, que a primera vista parecía que allí tenían de todo y, sin embargo, todos miraban a la puerta, en ellos no veía tampoco sonrisa alguna. Tal vez esperaban que por la puerta entrase un hijo, una hija, algún amigo. En una palabra lo que deseaban es que alguien llegase trayéndolos un poco de amor.

Según iba leyendo estas páginas, vino a mi mente el recuerdo de una historia ocurrida en un lugar de la Mancha y que pasó no hace mucho tiempo. Según me la contaban se ponían los pelos como escarpias. La historia es la siguiente: unos hijos para evitar el cotilleo de la vecindad llevaron a su viejo muy lejos, a otra provincia, a un centro montado a la última, habitación individual, gran mansión, grandes sillones. Una cuidadora trae la comida, se la deja en la mesilla. Hay cambio de turno y viene otra a recoger los platos. Los recoge y se da cuenta de que la bandeja está casi sin tocar. Piensa para sí, el anciano no tiene ganas de comer, pero no vuelve a interesarse a ver qué pasa. Y por la noche viene la tercera y se encuentra con la desgracia, el pobre hombre lleva muchas horas muerto en el sofá. ¿Qué está faltando aquí? Sin duda el amor, es decir una atención amorosa, una atención personalizada. El anciano está en una jaula de oro, pero el pajarillo quiere la libertad, dentro de la jaula se asfixia. En residencias de oro los ancianos también pueden asfixiarse como nos decía Madre Teresa.

En mi pueblo de Hellín han inaugurado un Geriátrico que pretende ser pionero en toda Castilla la Mancha, pues tiene todos los servicios que imaginarse pueda. Ojala encuentren también un personal tan lleno de amor, tan volcados hacia sus ancianos para que no vuelva a ocurrir más una desgracia semejante a la del geriátrico manchego de cuyo nombre no quiero acordarme.