Antonio García Ramírez
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23 de junio de 2024
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En la hora de la tempestad. Huracán, vientos fuertes, la barca inundada… una escena en la que nos identificamos tantas veces los humanos. La experiencia del dolor nos sitúa ante nuestra verdadera condición: la fragilidad. Con la desgracia se hace visible la pequeñez que nos constituye. Ni razones, ni explicaciones, solo el silencio es locuaz. En la noche de la tormenta los miedos y las preguntas salen a flote. Conviene que tengamos listas actitudes como la resistencia, la templanza, el aguante. Son nuestras armas en la hora de la tempestad.
Despierta, tú, que duermes. Entre gritos de auxilio surge también la pregunta por Dios en la desgracia. Aparentemente está ausente, parece dormido tranquilamente sin decir palabra. La oración que siempre nos había ayudado ahora parece no hacerlo. No se encuentra quietud y calma cuando todo se desmorona. Sin embargo, la experiencia cristiana nos revela la presencia misteriosa del Señor. No abandona la barca, no deja solo a su débil rebaño. Se necesita la nueva mirada a Cristo Crucificado. No nos valdrá la mirada al todopoderoso y omnisciente. Esa imagen de Dios no tapa los agujeros de la casa ni saca las aguas de la barca.
El Señor está presente en la hora del sufrimiento. El libro de Job, la profecía de Isaías y ante todo el mesianismo sufriente de Jesús el nazareno es el rostro de Dios en el sufrimiento. No resuelve el misterio ni quita ni una hora de desgarro. Sin embargo, su presencia es constante y callada. Este estar en medio de, al lado de, entre nosotros… es la fuerza de Dios en la debilidad. La fe de los discípulos es un proceso. ¿Todavía no tenéis fe? Nos pregunta el maestro. Ese todavía es real y nos hace mirar lo que está por venir. El monte Calvario todavía lo vemos lejos, pero nos aguarda irremediablemente. Solo la fe ahuyentará la cobardía que anida en nuestro interior.
Antonio García Ramírez
Párroco de San Isidro, Almansa