Antonio Abellán Navarro
|
18 de noviembre de 2006
|
234
Visitas: 234
La Iglesia naciente comienza su andadura en un ambiente hostil, en el que chocan las enseñanzas del Evangelio con la cultura y costumbres imperantes en el mundo romano. En una sociedad en la que se daba carta de ciudadanía a los cultos religiosos de los pueblos conquistados por el Imperio, en medio de un sincretismo y amalgama de dioses y diosas, la nueva religión cristiana reclamaba para sí la nota de Verdad revelada, con lo que no podía equipararse a los otros cultos, y menos todavía rendir culto al emperador. Surgen así las persecuciones que se extienden por todo el imperio. Los mártires son los héroes de la Iglesia, que se han identificado plenamente con Cristo. Son el modelo de santidad. Se entiende que la espiritualidad de la primera era fuera una espiritualidad de martirio. La vida espiritual, la relación de tú a tú con Jesucristo, es un camino de identificación progresiva con el Señor, y el modelo está en el mártir.
Cambian los tiempos, pero el modelo del mártir sigue siendo válido. Es él el que nos insta, con su ejemplo a vivir con coherencia la fe, en un mundo que busca una religión a la carta, que rechaza principios morales o doctrinales, porque son difícilmente conciliables con la vida fácil que huye del compromiso.
Manuel Hidalgo y Emilio Palomar
Manuel Hidalgo Carpintero era natural de El Bonillo, y la guerra le sorprende ejerciendo de capellán de las monjas Terciarias Carmelitas que trabajaban en el pueblo.
Emilio Palomar Buendía, también había nacido en El Bonillo, y era el coadjutor de la parroquia de este pueblo, cuando comienza la guerra. Pocos datos biográficos tenemos de ambos sacerdotes.
El 21 de agosto de 1936, cuando anochecía, llegó a El Bonillo un camión con un grupo de milicianos procedentes de Albacete, y que apresaron en sus respectivos domicilios a Don Manuel, a Don Emilio y al médico del pueblo. Desde allí se les condujo al paraje conocido como Cuesta de la Paraisa en las inmediaciones de Lezuza donde fueron fusilados ambos sacerdotes. Tras ser asesinados sus cadáveres quedaron abandonados hasta que unos feligreses los recogieron. De esta manera, culminaron, por una especial llamada de Dios, el proceso de identificación con Cristo que comenzó el día de su ordenación.