Pedro López García

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5 de enero de 2025

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El evangelio de este segundo domingo después de Navidad vuelve a ser el prólogo del evangelio según San Juan. Lo escuchamos ya en la Misa del día 25, y hoy resuena nuevamente con toda su belleza y fuerza, con toda su intensidad y profundidad.

A primera vista, puede parecer un Evangelio que nos aburre o que nos puede costar entender, pero si lo leemos y releemos atentamente, si nos fijamos en las palabras que se repiten, si acogemos las afirmaciones sorprendentes que presenta, entraremos en la luz del misterio de la Encarnación; el Verbo hecho carne, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

El Verbo, la Palabra, el Logos es el Hijo eterno de Dios, que existía desde la eternidad, que es Dios como el Padre y por y por quien todo ha sido creado.

El Verbo, la Palabra, el Logos es el sentido, la razón y la lógica de la creación, de la historia y de la humanidad. Todo lleva la marca del Verbo, el sello de la Palabra, el fuego del Logos.

Y el Verbo que existía desde el principio “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Es Cristo Jesús, el maestro de Nazaret, el hijo de la Virgen María.

Aquel que da consistencia a toda la realidad, que es Dios y por el que todo fue hecho, ha puesto su tienda entre nosotros y es uno de nosotros. En su rostro humano se revela el rostro de Dios, su corazón, su misericordia, su voluntad, su gracia: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”.

Contemplando al Niño en brazos de su madre, María, no podemos dejar de pensar que, en la debilidad, es Dios quien se manifiesta y entra en nuestra historia; que el Verbo eterno está ahí, en un establo, en Belén de Judá, a nuestra disposición.

El que era la luz y la vida desde el principio ilumina y vivifica ahora desde la humanidad de un niño, de un hombre. Él es la luz que brilla en las tinieblas y que alumbra a todo hombre viniendo a este mundo. Y aunque el mundo no lo recibió, a cuantos lo recibieron y creen en su nombre, les da el poder de ser hijos de Dios.

Los especialistas en el evangelio según San Juan subrayan que este prólogo, con el que comienza el relato, es un himno cristiano primitivo. Este himno es de una profundidad sorprendente: celebra la preexistencia eterna de Cristo y su encarnación entre nosotros, proclama su papel mediador en la creación y su manifestación en el mundo como vida y luz, y confiesa su condición divina y su verdadera humanidad.

Adoremos el misterio del Verbo que existía desde el principio y que ahora ha puesto su tienda entre nosotros.