Pablo Bermejo
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22 de marzo de 2008
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Casi todos los que han experimentado la soledad elegida durante unos días acaban siendo adictos a ella. Una vez al año, intento pasar al menos una semana yo solo en algún sitio lo más retirado posible. El silencio, tan reparador, nos hace mirar hacia donde nunca solemos hacerlo. Platón filosofaba sobre lo de más allá, el cosmos, las Imágenes… Aristóteles decidió estudiar todo lo palpable aquí en la Tierra. Y luego, en el s. IV, llegó San Agustín y nos enseñó, a pesar de estar influenciado por los filósofos griegos, que lo que buscamos está dentro de nosotros. Antes incluso de su conversión cristiana ya era un filósofo que buscaba aunar la fe con la razón. Cuando llegó a Hipona, deseando vivir en retiro, recibió con poco agrado su inclusión en la vida pública por parte del obispo de la ciudad, Valerio. Tanto amaba la soledad y lo que ésta le permitía descubrir en su alma. Hace tiempo, el antiguo portero del Obispado de Albacete (que era algo así como San Pedro a las puertas del Paraíso) me prestó un libro que hablaba sobre el silencio. En él se leía: “Quien prescinde del silencio, quien no puede tener silencio, se ha jubilado como persona, y comienza automáticamente a ser ‘una cosa’ ”. Y también: “el silencio es un clima para reconstruir lo interior y lo exterior”.
Cuántas personas, con sensación continua de vacío, buscan la respuesta a sus problemas en el exterior y no tienen ni la más mínima sospecha de que la solución sólo está en ellos mismos. Cuánto nos alimenta poder pasar siete días en soledad absoluta, encontrarnos con nosotros mismos y alcanzar conclusiones e ideas que no podríamos haber descubierto rodeados de tanta distracción diaria. En el libro X de sus ‘Confesiones”, S. Agustín escribe: “Van admirando, los hombres, los altos montes, las olas del mar, la larga trayectoria de los ríos, la inmensidad del océano, la revolución de los astros, pero no tienen la más mínima preocupación hacia ellos mismos”.
En estos días el silencio está marginado, no se entiende que alguien quiera estar solo por gusto propio y resulta complicado que no se enfaden con nosotros al tomar esta opción, aunque sea una vez al año. Pero el silencio cura, da fuerzas, nos ayuda a descubrir cuál es nuestro lugar, quiénes son las personas que nos rodean a diario y, también, nos permite seguir la Luz que ilumina las Verdades eternas, como decía S. Agustín de Hipona.
En esta Semana Santa, cuántos de los que han acudido a la Procesión del Silencio habrán sentido una Común Unión a través del silencio absoluto. Cuando esta procesión acaba, nos sentimos diferentes. En parte, esto se debe a que por una vez nos hemos permitido callar, observar y pensar. Practicando el silencio, nos escucharemos a nosotros mismos.
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