Manuel de Diego Martín
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13 de julio de 2025
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El pasado 8 de julio celebrábamos el martirio de un grupo de mártires de China, que fueron beatificados por Pío XII en el año 1946 y canonizados por san Juan Pablo II el 1 de octubre del año 2000. La predicación del Evangelio en China comenzó en los siglos XIII y XIV por misioneros franciscanos. La historia de la misión registró un largo camino marcado con sangre de misioneros cristianos, interrumpida por intervalos de paz más o menos duraderos.
Pero los mártires que celebramos el otro día son de finales del siglo XIX. La causa de esta cruel persecución llegó a raíz de la guerra chino-japonesa de 1894-95 que dividió a China en zonas de influencia extranjera. La emperatriz Cixi ordenó acabar con los occidentales, con los misioneros europeos y con los chinos convertidos al cristianismo. En aquel tiempo, surgió también un grupo sectario llamado los Boxers, nacionalista y xenófobo, que quería acabar, entre otras realidades, con el catolicismo en China. Pero los misioneros y nativos cristianos preferían morir antes que renunciar a su fe.
El virrey llevó a un grupo hasta el escenario del martirio. Según las crónicas, antes de producirse su ejecución, preguntó a un obispo -uno de los condenados-: “¿Por qué habéis venido a perturbar a nuestro pueblo y hacéis propaganda de vuestra religión?”. Y el Obispo le contestó: “Nosotros no hemos perjudicado a nadie, sino más bien hemos intentado darles todo lo que les podía ser de provecho”. El virrey cogió un cuchillo y, a golpes, remató al pobre Obispo. Luego dio órdenes a los soldados para que matasen a los demás. Así murieron 66 chinos cristianos y 22 misioneros europeos.
Se cuenta que hay hoy en China unos seis millones de católicos, -o más- aunque se da la triste realidad de que hay dos Iglesias: la oficial en la que los obispos son nombrados por los poderes civiles, y la Iglesia clandestina cuyos obispos son nombrados por el Papa. La llegada del Papa Francisco buscó una manera de entendimiento y en 2018 se firmó un acuerdo —no publicado— en el que se concertó que los obispos serían designados en diálogo entre Pekín y el Vaticano. Francisco hizo todo lo posible por entrar en este diálogo con Pekín; incluso les prometió que un día los iba a visitar, aunque ese momento no llegó.
Esperamos que el Papa León XIV, tan dispuesto al diálogo, consiga que en China deje de haber dos Iglesias, sino solamente una, en la que quien nombre los Obispos sea el Papa, no las autoridades civiles, y que esta Iglesia esté en comunión con Roma y todas las Iglesias católicas del mundo. Que el Vaticano y China mantengan fraternas relaciones: este es nuestro deseo.