La cruz como cumplimiento. La tradición joánica difiere de la sinóptica y paulina en la interpretación de la cruz. En el Evangelio de Marcos, la crucifixión es el culmen del fracaso de la misión mesiánica de Jesús; una teología parecida a la de san Pablo, donde la cruz es símbolo de la fuerza de la debilidad. Por el contrario, en el Evangelio de Juan, la muerte en cruz de Jesús es glorificación. Desde el capítulo 13 hasta el final se nos presenta la pasión, muerte y resurrección como el cumplimiento regio del Hijo, obedeciendo la voluntad de Dios Padre.

La minoría de sus discípulos. Una vez que Judas se levanta de la mesa, el círculo de discípulos se reduce a la mínima expresión de aquella multitud que lo seguía en Galilea cuando multiplicaba los panes y los peces. Los cristianos del presente, que vemos mermar nuestros números, no deberíamos angustiarnos por ser minoritarios, sino por ser significativos. Fueron unos pocos hombres y mujeres los que extendieron el evangelio por las costas mediterráneas y los territorios interiores del Oriente Próximo. Aquellos que se vieron expulsados de las sinagogas judías y tuvieron que modelar odres nuevos para el vino nuevo. Aunque es cierto que, para realizar dichos odres, utilizaron materiales antiguos mezclados con otras ideas de la época. Jesús se despide de esa minoría de discípulos en la Última Cena: una autentica despedida.

El testamento obliga a amar. Al estilo de los patriarcas, como José, imitando la despedida de Moisés… Jesús da sentido a su propia muerte desde el futuro de lo que será su vida para sus discípulos. Es sus últimas palabras y recomendaciones se repite el mismo verbo: amar. Unos a otros; amor reciproco, amor fraterno. Un amor verificable y que entra por los ojos, como en la primera evangelización: aquella minoría predicaba con el ejemplo, y decían de ellos: “¡Mirad como se aman!”. Cuando la sociedad y la cultura actual nos miran a la Iglesia, ¿nos ven amándonos? ¿Cuál es entonces nuestra señal?