Dice San Juan, en el capítulo primero de su Evangelio, que para acoger a Dios hay que nacer de Dios. ¡Pues vamos a intentarlo esta Navidad! ¿Cómo? Propongo que busquemos un rato de silencio largo y, delante del Belén y de una Cruz, dediquemos una parte de este tiempo a contemplar a Jesús: ver cómo actúa, dónde se mueve, si habla o calla… y dejarnos sorprender.

Luego, con sencillez y con el corazón atemperado por esta contemplación, pongamos nuestras vidas en manos de Jesús. Hagámoslo con mucha confianza y toda nuestra libertad. Dejemos que nos moldee y pueda obrar el milagro de hacernos renacer como hombres nuevos; hombres que han de empezar por ser nuevamente niños. Niños nuevos que pasan horas observando en silencio y aprenden así del Padre y del Hermano mayor. Niños orgullosos de su Padre, que no se avergüenzan y, confiados, acuden a Él. Niños que se sienten familia y gozan de la unión; todos de la misma sangre, sin envidias ni ansias de figurar. Niños que pasan horas y horas aprendiendo en silencio, dejándose querer, dando cariño, acompañando, escuchando, observando; niños débiles y necesitados que encuentran su protección en Padre Dios y en el “Hermano”; sin nada, pero con la seguridad de tenerlo todo.

Hombres ya, dándose, “aprendidos” de Jesús; presentes en la realidad que se presenta: acogiéndola, sin negarla y bendiciéndola; llenándola de “divina humanidad” y de consuelo. Una realidad que vivimos juntos, apoyándonos unos en otros; con indescriptibles ganas de caminar apasionados, viviendo lo aprendido; guiados por la estela de Cristo y dejando a nuestro paso, la misma estela: rastro luminoso, calor de vida, pulso contagioso, olor de paz y ternura; estela de bienaventuranza y alegría profunda por caminar ensamblados como hijos y hermanos. No sobra nadie y a todos se les invita a unirse… Caminamos nosotros, pero es Cristo quien camina en nosotros. Hemos renacido de Él y lo hemos acogido. Ha venido a los suyos, y lo hemos recibido.

¡Feliz Navidad!