Manuel de Diego Martín

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2 de mayo de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]uando en un partido de fútbol el resultado es de seis a cero, la primera idea que nos viene a la cabeza es qué equipo más fuerte es el uno, o qué flojo es el otro.

Desde hace unos meses tengo un cargo en la diócesis que se llama delegado de vida consagrada. La misión de este cargo conlleva, en nombre del obispo, acompañar, animar, ayudar a religiosos y religiosas a que vivan con la mayor fidelidad posible su vida de consagrados. También si es posible, suscitar nuevas vocaciones. En mi limitación y pobreza hago lo que puedo.

Pues bien, en los meses que llevo, me ha tocado asistir a una media docena de entierros de religiosas. Por el contrario, no he tenido la dicha, la suerte de asistir a una nueva profesión, es decir, asistir a esa ceremonia en que un joven, una joven se consagran a Dios de por vida, diciendo aquí estoy Señor para ofrecerte mi vida en pobreza, castidad y obediencia. ¿Cómo romper este desequilibrio, cómo evitar estos partidos en que los resultados terminen en seis a cero?

El día 3 de mayo es la jornada mundial de oración por las vocaciones con este eslogan paulino: “Sé de quién me he fiado”. En este día nos convoca el Papa a crecer en sensibilidad para llegar a comprender qué es lo que Dios quiere de nosotros, escuchar a qué tareas nos llama. Es un día también para agradecer a Dios la entrega de tantos consagrados y pedir por su perseverancia. Y es un día en tercer lugar para rogar al Dueño de la mies, al Señor, que siga enviando a su Iglesia vocaciones sacerdotales, religiosas y apostólicas, que tanto necesita nuestra humanidad.

Ciertamente, la vida consagrada, el ministerio sacerdotal son un tesoro para la Iglesia, y, a su vez, son un don para la humanidad. El Papa nos dice en su mensaje a todos los consagrados en este día “que seamos testigos de la alegría que brota de la unión con Dios”. Ciertamente el mundo necesita testigos de la alegría y de la esperanza.

En estos meses me he encontrado con realidades muy hermosas, pero también otras muy desgraciadas. En mis visitas a los Monasterio y Casas Religiosas cuánta paz, cuánta alegría, cuánto amor he encontrado en esas comunidades. Me ha impresionado ver la atención, el cariño, el amor con que en las comunidades cuidan a las religiosas mayores y enfermas. Son ciertamente lugares para la esperanza. ¡Qué suerte, me digo a veces, que mi obispo haya tenido la ocurrencia de darme este cargo que me está poniendo en contacto con realidades tan bellas!

Por otra parte, al cambiar de domicilio, me he encontrado en mi nueva casa con un mirador al mundo, que me produce escalofrío. Allá a mis pies me encuentro con los clásicos botellones del fin de semana; pero también con los botellones de cada día, esos pobres muchachos y muchachas cuya vida se reduce a pedir, beber, fumar lo uno y lo otro y dormir en los cajeros. Y sin llegar estos extremos me encuentro con mucha gente, que viven en la mayor pobreza y desesperanza.

Por eso orar por las vocaciones, pedir que haya mucha gente que sienta en su carne el sufrimiento de los pobres como Jesús, orar porque haya muchos jóvenes dispuestos a entregar su vida como el Maestro de Galilea para ayudar a vivir, para curar a enfermos y consolar a tristes, es orar por el mejor futuro de la humanidad.