+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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1 de noviembre de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:
Me gusta que se haya definido la vocación como “una llama que llama”. De la vocación os hablaba en mi anterior carta a quienes colaboráis en la acción pastoral de la Iglesia. (Me gusta más el término “voluntario” que el de “agente de pastoral”). Os decía que lo que vosotros y yo llevamos entre manos, antes que cosa nuestra, es del Espíritu Santo; que teníamos que aprender a ser contemplativos. Completo hoy aquella reflexión.
Si, amigos míos, tenemos que aprender a interiorizar para acostumbrarnos al estilo del Espíritu, al estilo evangelizador de Jesús. No es mejor evangelizador el que más cosas hace, sino el que más alma pone en lo que hace. Sólo seremos buenos evangelizadores el día en que podamos decir como san Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”. Entonces nuestra palabra será más creíble, porque hablaremos de lo que vivimos o, como dice san Juan, “de lo que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos tocaron y palparon del Verbo de la Vida”.
Lo peor que nos puede pasar es que nos “desfondemos” por falta de hondura. El desfondado acaba convertido en un profesional, en un funcionario, con perdón de los funcionarios que los hay admirables.
Alguna vez os he oído a alguno o alguna decir que andabais desanimados porque experimentabais una cierta incoherencia entre vuestra fe y vuestra vida. También me pasa a mí, pero no hay que vivirlo como una tentación a tirar la toalla, sino como una nueva llamada a personalizar y profundizar la fe. Nuestra misma debilidad se convierte en fuerza cuando la gracia de Dios hace de ella debilidad visitada o debilidad perdonada en el sacramento de la reconciliación.
La misma conciencia de fragilidad debería llevarnos a sentir más intensamente la necesidad de la oración. A veces creemos que lo fundamental para evangelizar sería ser buenos predicadores. Os aseguro que es mucho más importante ser buenos orantes que buenos oradores.
Vemos la necesidad de la formación, de conocer cada vez mejor la Palabra de Dios. ¡Muy bien! Es necesario conocerla para saber qué decir y para transmitirlo con más fidelidad. Y es necesaria también la pedagogía para saber cómo decirlo. Precisamente porque amamos de veras lo que llevamos entre manos hemos de procurar hacerlo con los mejores medios a nuestro alcance. Pero lo más importante es que la Palabra se haga en nosotros “espíritu y vida”, como era la Palabra de Jesús. La Palabra acogida con fe y guardada en el corazón nos va haciendo insensiblemente testigos de su fuerza, de su capacidad transformadora; nos va haciendo criaturas nuevas. Ya sabéis que “de la abundancia del corazón habla la boca”, y que “el mundo de hoy, como decía Pablo VI, cree más a los testigos que a los maestros; y si cree a los maestros es porque son también testigos”.
“Llevamos, como dice san Pablo, un tesoro en vasijas de barro”. Que el ser conscientes de nuestra arcilla no disminuya nuestra capacidad de asombro y la certeza de que contamos con la gracia de Dios.
Supongo que alguna vez os habréis preguntado –a mí también me pasa- por qué vosotros y no otros que veis mejor preparados, tal vez más santos y con más gancho… Dejadme que os diga que en esto tampoco somos demasiado originales. Esa fue la experiencia de todos los profetas. ¿Recordáis al bueno de Jeremías excusándose?: “Mira, Señor, que no sé hablar, que soy demasiado joven…”. Ellos, como vosotros y como yo, escucharon la palabra más consoladora: “Venga, no temas, que Yo estoy contigo”. Y María, la primera evangelizadora después de Jesús, nos recuerda que El Señor es capaz de hacer cosas grandes con lo poco que somos.
Con todo afecto-