Juan Iniesta Sáez
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28 de diciembre de 2025
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La Navidad es tiempo fuerte en la vida de la Iglesia, y dentro de ella ocupa cada año un lugar preeminente la familia, que buscar ser reflejo de las virtudes domésticas que se vivían en el seno de la Sagrada Familia de Jesús, José y María, cuya fiesta celebramos en el domingo dentro de esta octava.
Como ocurriese el año pasado, con la apertura del Año Jubilar, y en esta ocasión con motivo de la clausura, además, vinculamos esta fiesta con el sabernos “peregrinos de la Esperanza”, de modo que nos reconocemos parte de la gran familia de la Iglesia, siempre llamada (vocación) a recorrer el camino del encuentro cotidiano con el Niño Dios que nos nace y hacia la comunión total (santidad) con Él como meta de nuestra vida. Estos dos aspectos son los que subraya este año la fiesta de la Sagrada Familia ya en su mismo lema: «Matrimonio, vocación de santidad».
El matrimonio es una verdadera vocación, llamada a visibilizar, nítida y abiertamente, el amor con mayúsculas, sin rebajas ni aditamentos que lo desvirtúen. El hogar es el primer tabernáculo, el ámbito de la intimidad más profunda donde el amor auténtico se hace visible.
Es un error desvincular la santidad del matrimonio. Al contrario, la Iglesia hoy nos propone ejemplos de matrimonios santos; matrimonios que, en el día a día, tuvieron dificultades, desencuentros, momentos de duda, pruebas…, pero que supieron acudir a la fuente de la vida juntos, para convertir el sacramento que un día los unió en una entrega oblativa.
Precisamente, en el mundo actual, donde el matrimonio se encuentra desprestigiado y en decadencia por el egoísmo, la falta de compromiso, la individualidad imperante, la exacerbación del yo y las dificultades económicas y materiales para llevar a cabo un proceso de vida en común, se pone más de relieve la necesidad de matrimonios santos que, con su testimonio audaz e incansable, sean testigos firmes de Cristo en esta santa vocación.
Necesitamos familias que, como Iglesia doméstica, sean testigos vivos del amor de Cristo por su esposa, la Iglesia, manifestando con su vida cotidiana la gracia que las capacita para responder a la llamada de Dios y reflejar su amor único y entregado.






