+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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7 de marzo de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:
A alguno de los lectores, comentándome mi carta de la semana anterior, le había sorprendido el protagonismo del Espíritu Santo en la evangelización. Parece que mi interlocutor no se quedaba demasiado conforme. Como si lo de la evangelización fuera únicamente cosa de ser más generosos, más abnegados, de acertar en el lenguaje y en pedagogía…Vuelvo por eso, al tema contemplándolo en el contexto de la vida cristiana.
Tenemos que redescubrir que en la vida cristiana lo importante no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros, a veces por medio de nosotros y, muchas veces, a pesar de nosotros.
Escribía un amigo teólogo que hemos sido alumnos aventajados de la escuela o de Pelagio y necesitamos urgentemente pedir plaza en el de san Agustín. Me explico: Pelagio fue un monje del siglo V, que, como consecuencia de negar el pecado original y toda alteración de las posibilidades innatas de la naturaleza humana, minimizaba la necesidad y la eficacia de la gracia divina. Venía a afirmar, con algunos matices, que todo era cuestión de voluntad y de empeño por parte del hombre. Lo contrario de san Agustín, que hizo una defensa radical de la gracia divina: El hombre sin la gracia no puede nada en el ámbito de la salvación. La doctrina de Pelagio fue condenada por diversos concilios. El radicalismo agustiniano mereció sólo algunos contrapuntos de parte del gran Santo Tomás.
La visión voluntarista de Pelagio no se ha extinguido. El naturalismo ambiental hace que tal concepción esté más extendida de lo que parece entre cristianos sinceros y comprometidos, tanto en el campo católico como en el protestante, según algunos de sus teólogos más conspicuos.
Vivimos en un mundo en que no se nos regala nada. Las palabras “competencias”, “capacidades”, “hábitos” son bien conocidas en el lenguaje de los pedagogos. En nuestra sociedad, el que quiera triunfar tiene que esforzarse, formarse, luchar a brazo partido, competir. Y sin darnos cuenta confundimos los planos, trasladamos el plano de nuestra vida natural y humana al campo de la salvación cristiana, que sucede a nivel de gracia y de fe.
El reproche fundamental de Jesús a los fariseos era el de su frío moralismo sin ternura, el que vivieran contabilizando y presumiendo de sus obras, como si fueran comprando con ellas pedazos de salvación y de cielo.
No hace mucho, en un programa de 13TV, uno de los contertulios, hablando de la corrupción y la necesidad de devolver lo robado, manifestaba su desacuerdo con la parábola del hijo pródigo, que, después de derrochar una fortuna viviendo de manera disoluta, es recibido por el padre con una lluvia de besos. Normal que el tertuliano no lo entendiera; para eso hay que entender el corazón de un Dios que no sabe de matemáticas, sino de gratuidad, que es capaz de recompensar con lo mismo a unos jornaleros que llegan al trabajo al caer la tarde, que a quienes empezaron a primera hora.
Dicen que, con nuestra mentalidad, es más fácil amar a Dios que dejarse amar por Él. Pensamos que todo, o casi todo, depende de nosotros, con lo que fácilmente engordamos en complacencia y en soberbia. La consecuencia es que, si luego el ritmo flaquea o las cosas no salen a nuestro gusto, nos deprimimos y tiramos la toalla.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero” (1 Jn. 4,10). ¡Qué triste cuando convertimos la vida cristiana en ideología o moralismos, sean del tipo que sean! Lo verdaderamente importante es el amor de Dios manifestado en Cristo y derramado en nuestros corazones en el don del Espíritu Santo. Cuando esto es acogido como don y gracia, lo demás -la moral- viene por añadidura. Esta lógica vale también para la evangelización. Es la lógica de Dios.
Está claro: Hay que pasar por la escuela de Agustín, que es la misma de Pablo, que es la de Jesús.