+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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12 de enero de 2019
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San Juan Bautista predicaba e impartía un Bautismo de conversión en las aguas del río Jordán. Este bautismo, motivado por su predicación, y al que acudía mucha gente, se había convertido en un aldabonazo, en una llamada a cambiar actitudes y comportamientos en su vida. Las gentes se preguntaban por la naturaleza y eficacia de este bautismo y sobre la identidad y el ministerio de Juan el Bautista. Eran conscientes de que algo tenía que cambiar en su vida para mejor y, por ello, se acercaban a ser bautizados.
Llama la atención que Jesús, el Hijo de Dios, que se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, se acercara a la ribera del Jordán, como cualquier otro de los que se estaban convirtiendo, a pedirle a Juan, su primo y su precursor, que le bautizara. Tanto es así, que el mismo Bautista, que venía predicando insistentemente que detrás de él vendría “uno que es más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias” (Lc. 3, 15-16 y 21-22), se quedó desconcertado con la petición de Jesús. Jesús se colocó en la fila de aquellos que, presuntamente, se identificaban como pecadores arrepentidos.
En esta escena en el Jordán, podemos entender las palabras de San Pablo en la carta a los Corintios: “Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió el pecado” (2 Cor. 5, 21). Jesucristo se humilla hasta pasar por pecador, hasta parecer culpable, pidiendo a Juan el bautismo de conversión!
Por eso, Juan Bautista, al ver venir a Jesús para ser bautizado exclamó: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1-29). Antes de Cristo los israelitas sacrificaban corderos, buscando la expiación de sus pecados. Cristo, al cargar con nuestros pecados, se hace el verdadero Cordero de Dios para salvarnos de nuestros pecados. Es lo que nos dice el Sacerdote al presentarnos a Cristo en la Hostia Consagrada antes de la Comunión: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…”.
Y, al ser bautizado Cristo en el Jordán, como una respuesta a esta actitud de humillación de Jesús, —leemos en el Evangelio— “se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en de paloma y se escuchó una voz venida desde Cielo: “Tú eres mi Hijo amado, el predilecto” (Lc. 3,15-16 y 21-22). El Padre revela al mundo quién es ese bautizado: su Hijo, el Dios de Dios hecho Hombre.
Y en este bellísimo pasaje de la vida del Señor y de su Precursor, no sólo vemos la revelación de Jesucristo, como Hijo de Dios, sino también la revelación de la Santísima Trinidad en pleno: el Padre que habla, el Hijo hecho Hombre que sale del agua bautizado y el Espíritu Santo que, aleteando cual paloma, se posa sobre Jesús.
San Juan Bautista nos da el testimonio de lo que ve y escucha. Por una parte, puede ver el Espíritu de Dios descender sobre Jesús en forma como de paloma. Por otra parte, las palabras del Bautista describiendo el Espíritu Santo hacen recordar la mención del Espíritu de Dios en el Génesis, antes de la creación del mundo, cuando “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen. 1, 2). Tal vez ese “aletear” del Espíritu Santo hace que Juan compare ese “aletear” con el aletear de la paloma.
Pensar en el Bautismo de Jesucristo, Dios hecho hombre, nos debe llenar de gran humildad. Si todo un Dios se humilla hasta pedir el Bautismo de conversión, que Juan Bautista impartía a los pecadores convertidos, ¿qué nos corresponde a nosotros, que somos pecadores de verdad?
Recordar el Bautismo del Dios hecho hombre es recordar también nuestro propio Bautismo, nuestra incorporación a la Iglesia, la familia de los hijos de Dios. Y a la vez, el compromiso que lleva consigo de vivir y actuar cristianamente, nos hace caer en la cuenta de la necesidad que tenemos de conversión, de cambiar de vida, de cambiar de manera de ser, de pensar y de actuar como cristianos para asemejarnos cada vez más a Jesucristo. Es recordar la necesidad que tenemos de purificar nuestras almas en las aguas del arrepentimiento y de la confesión de nuestros pecados. Es recordar que, en todo momento y bajo cualquier circunstancia, necesitamos la humildad y la docilidad que nos llevan a buscar la voluntad de Dios por encima de cualquier otra cosa.
Que nuestra vida se convierta en una continua entrega a la voluntad de Dios, de manera que, así como los cielos se abrieron para Jesús al recibir el Bautismo de Juan, se abran también para nosotros en el momento de nuestro paso a la otra vida y podamos escuchar la voz del Padre reconociéndonos también como hijos suyos.