Pablo Bermejo
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31 de mayo de 2008
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En la vida de muchos cristianos llega el momento en que un niño (o no tan niño) se acerca y le pregunta: ¿si Dios es tan bueno por qué pasan cosas malas? Como a otras preguntas, la respuesta más correcta pero también menos precisa es que no se pueden entender los planes de Dios, pues intentar entenderlo es como intentar explicarle a una mariposa que se ha colado en nuestra casa que en efecto está en nuestra casa y que ella es una mariposa y nosotros humanos. La mariposa ni siquiera sabría que le estamos hablando…
Sin embargo, ha habido filósofos cristianos que hace muchos siglos ya intentaron dar respuesta a esta pregunta. En el siglo III d.C., San Agustín (‘Padre de la Iglesia’) se vio atraído por la corriente filosófica del Dualismo varios años antes de que se convirtiera al cristianismo. Con el tiempo rechazó la postura dualista, según la cual el bien y el mal existen para equilibrarse el uno al otro en todo el universo, y varios años más tarde (ya convertido al cristianismo) argumentó que el mal no había sido creado por Dios como entidad positiva sino como la ausencia del bien, el cual sí había sido creado por Dios.
En el siglo XIII Santo Tomás de Aquino (‘Doctor de la Iglesia’) profundizó un poco más en este tema. Compartiendo la postura de San Agustín, pensó que el mal era la ausencia del bien pero que este mal había sido querido de alguna forma por Dios. Para explicar esto, distinguió entre el mal físico y el mal moral. Respecto al mal físico, argumentó que fue creado de manera necesaria por un bien mayor: la perfección del universo. Así, males físicos como la enfermedad y la muerte se presentan como requisitos para el funcionamiento del universo y, en definitiva, del plan de Dios.
Respecto al mal moral, no se presenta como necesidad pero sí como efecto secundario del libre albedrío. El hombre debe amar a Dios con libre voluntad, pero esta libertad otorgada al hombre trae como consecuencia el pecado o el mal moral.
Como siempre, cada respuesta es digna de ser considerada, argumentada y debatida si procede. Desde nuestros inicios nos hemos hecho preguntas que aún siguen sin una respuesta precisa y satisfactoria, por eso me sigo decantando por la metáfora de la mariposa a la que no se le puede hablar ni explicar dónde está. Y, si por un segundo, esa mariposa pudiera entendernos y le dijéramos que antes ha sido un gusano y que le queda un día de vida, pensaría que no sabemos lo que decimos…
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